viernes 29 marzo
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González LXVIII) (27-11-2015)

El ciudadano perruno Igor González (LXVIII)

En esta mañana invernal desangelada porque los termómetros han bajado demasiado, el ciudadano perruno va camino de la casa alhambrina de su señor padre. Va bien abrigado con un anorak largo de plumas, unas botas montañeras que no son las de cien leguas de los gatos espadachines, unos pantalones gruesos de pana marrón como los que portan los pocos campesinos que van quedando y un gorro de lana en su cabeza de escribano del periodismo, la poesía y la prosa. Camina que se las pela porque hace cero grados en las calles granatensis. Hace un frío de justicia. Y aunque el noble sol ya ha almorzado y camina por el anchuroso cielo de Granada, tan bella en sus luces, como un paseante que pronto empezará a declinar en la línea última del paisaje que forma el ocaso anaranjado.

Y el padre del perruno ciudadano, recio y alto como un ciprés solitario que está plantado junto a un camino silencioso que no lleva a ninguna parte conocida ni por conocer, va y lo recibe con las albricias y bondades culinarias que dan paso a sus narraciones diarias tan extravagantes…

“Era un lunes discreto del mes de febrero. Y yo estuve tomando café como todos los lunes. Fue en la cafetería del sueño que ya estaba amanecido. Los parroquianos estaban silenciaban como si hubiesen sido abandonados en una isla cálida. La temperatura en el exterior de la cafetería, tirana y gélida, gemía por la acción de los grados bajo cero. Y el aire espeso aullaba en la plaza como un enorme perro que ladra con las fauces abiertas y con unos dientes afilados para morder las carnes de los transeúntes con un frío atroz. El autobús estaba aparcado en su parada. Las lucen encendidas de las farolas rompían la monotonía de una mañana tan gris. Y algunos viajeros ya hacían cola para subirse a el autobús que los llevaba a la ciudad granadina. Ni siquiera volaban por la plaza los gorriones o las palomas. El frío era negro a esas horas. Y yo observaba la plaza vacía bien acomodado en la barra de la cafetería, y mientras sorbía lentamente el café en una taza ancha de loza que guardaba el calor como la plancha encendida en dónde se tuesta el pan para las rebanadas con mantequilla. Un tipo sacó tabaco de la máquina de tabaco. Y rápidamente encendió un cigarrillo como el tipo que tiene mucha prisa por toser. El dueño de la cafetería, soñoliento y ensimismado, hacía crucigramas entre los cafés que servía con paciencia infinita y el mucho agrado conseguido por los años de profesión. El vaho de la cafetería parecía niebla blanca. Y los parroquianos semejaban fantasmas de la madrugada que caminaba hacia la salida del sol amarillo que todo bien lo calienta.

Ella llegó a la parada del autobús. Y comenzó a sacar del monedero el dinero del importe del billete. Llevaba su pelo rubio recogido con una cinta blanca. Y su cola rizada en cascada le caía como trigo maduro encima del abrigo negro que llevaba puesto y abrochado con doble hilera de botones también negros. Estaba tan bella. Bellísima y arisca. Con su mochila al hombro. Y parecía que no sentía el frío reinante asesino a esas horas de la mañana de este lunes tan invernal y escarchado. Sus largas y esbeltas piernas estaban enfundadas en los perniles azules ya gastados de un pantalón vaquero muy ajustado. Y llevaba unas botas negras de charol con un tacón alto muy relucientes con una hebilla metálica que tintineaba con la luz de las farolas de la plaza. Ella con sus fieros ojos azules, no podía disimular sus miradas a la cafetería. Pero cuando yo salí para subirme al autobús, ella ya estaba sentada con la mirada apartada como si estuviera observando las distintas fases de una luna escasa que estuviera instalada en el techo del vehículo público que todos los días nos llevaba al trabajo diario.

Le di los buenos días al pasar por su lado. Y ella siguió contemplando abstraída el techo gris del autobús como si estuviera contemplando un cielo repleto de pequeñas y lejanas estrellas con luces brillantes. Y en el que se distinguía también a la luna en actitud de cuarto menguante. No me contestó a mis ‘buenos días’. Y yo me senté al fondo del autobús. Ella al cabo del rato, miró hacia al fondo del autobús. Y sus ojos azules se incrustaron en los míos. Sentí frío. Se me cogió un raro pellizco en el estómago. Sentí calor. Y aguanté su mirada como si contemplara el final del mundo. Luego dejó de mirarme. Y se soltó el pelo. Los viajeros seguían llegando. Y la plaza era de hielo.

Yo empecé a dormitar en el asiento. No noté que se había sentado a mi lado. Y cuando me besó, sentí en mi boca el sabor dulce de su saliva y la carnosidad extrema de sus labios. Le devolví su beso largamente. Y un cosquilleo bajó delicioso hasta esa parte de mi cuerpo que se pone muy dura cuando se besa con toda el alma y toda la vida palpitando. Le metí mi mano por debajo del jersey de lana que llevaba puesto. Y mi mano tocó uno de sus pechos duros que salió de su sujetador a la más mínima insinuación de mi tacto. Ella me dijo idiota. Y que si todavía no sabía que me amaba. Le dije que eso era lo que yo creía, pero que a veces sopesaba que no me amaba.

Arrancó el autobús casi repleto de usuarios. Y seguimos besándonos hasta observar que el sol salía un día más. Ella se puso sus gafas de cristales oscuros. Me sonrío. Y yo le comenté con una voz queda muy alterada, le dije con palabras casi inoíbles, que me iba a divorciar inmediatamente. Que deseaba fervientemente vivir con ella para siempre. Que la amaba. Me volvió a sonreír, pero no me contestó enseguida. No me dijo nada, aunque me miró a fondo con sus ojos azules profundamente. Y yo entendí cierto que esa mirada era un sí. Que ella también me amaba. Y volvimos a besarnos largamente sin piedad para nuestras bocas. Y la ciudad pareció de pronto como una imagen que se concretiza en un instante. Estábamos abrazados. Llovía mucho en la ciudad. Y seguimos besándonos insistentes. Oímos que el conductor nos decía que ya habíamos llegado, pero seguimos besándonos”.

“Yo noté que no cogía dentro del espacio en el que me había metido mi esposa. Que me daba una especie de claustrofobia bestial, pero cuando comenzó a llenarse de agua la lavadora y después a dar vueltas el tambor, pensé que iba a morir ahogado y lavado con detergente. Y posteriormente centrifugado. Comencé a dar gritos espeluznantes, pero sólo advertí la cara de mi esposa a través del plástico de la lavadora, y riendo como una posesa que pacientemente observa como se ahoga su marido y queda tan limpio como una camiseta blanca e inmaculada que ha sufrido el efecto de los puntos azules biodegradables oxigenados que quitan todo tipo de manchas. Incluso las más difíciles de quitar porque son de aceite grasoso, de tomate frito, de bolígrafo azul o de chocolate con leche en taza. Y sentí que iba a morir. Y comencé a llorar. Y empecé a darle tremendas patadas al tambor de la lavadora.

Me debió de drogar mi esposa con algún narcótico disuelto en el café. Y ya que no noté como me introducía en la lavadora. Debió de ser un arduo esfuerzo para ella. Tampoco sé como puso el detergente y le dió con satisfacción infinita al mando de inicio del programa de lavado a 60º de la lavadora y su posterior centrifugado. Debió de sentirse importante y con la coartada suficiente ante la policía. ‘Y yo cómo iba a meter a mi marido en la lavadora. Mi querido esposo tenía una estatura de más de ciento noventa centímetros y ochenta kilogramos de peso. No es posible que yo lo hiciera. No es humanamente posible que nadie lo hiciera. Un hombre de estas características físicas, como mi marido, no coge en el tambor de ninguna lavadora doméstica. Ni tampoco comprendo cómo los bomberos pudieron sacarlo de la lavadora. Estaba tan hinchado como una vaca ahogada’. Le decía a la policía mi ya ex esposa, viuda por más señas, y con la cara mojigata de no haber roto jamás un puto plato. Y parecía convincente. Y ya que la policía no la detuvo. Aunque el fiscal estaba muy mosqueado y dudaba con el raro caso del marido ahogado y lavado dentro de la lavadora de su propia casa.

Estoy sopesando la forma de vengarme de ella. Y descubrir que fue ella la que me asesinó. Yo tampoco entiendo razonadamente cómo me pudo introducir en el tambor de la lavadora, pero tengo que encontrar la forma de dar a conocer que fue ella la asesina. Y no voy a parar hasta demostrar su culpabilidad. Y se me ocurrió una idea genial. Puse una vaca a secar al sol y atada con unas cuerdas que eran invisibles. Y cuando la vaca menguó hasta límites insospechados, la pude introducir en el tambor de la lavadora del Limbo de los Justos. Yo había ido a Limbo de los Justos. Y porque yo fui justo en vida. Tan justo que no me había dado cuenta, ni siquiera lo sospechaba, que mi santa esposa me era infiel con mi mejor amigo y también con el tipo musculado que llevaba el butano. A la vaca seca la doblé cuántas veces fue necesario y entró dentro del tambor de la lavadora sin esfuerzo alguno. Y al darle al programa de lavado y centrifugado, con detergente especial, la vaca al lavarse y centrifugar se hidrató y cogió su aspecto normal de vaca lavada y centrifugada con su altura y con el peso que tenía antes de secarla al sol. Esta es la explicación de porqué yo cogí dentro del tambor de la lavadora de mi casa. Mi mujer me drogó y me puso a secar al sol. Y luego una vez seco me introdujo y me lavó y centrifugó. Aunque ahora no sé cómo hacerle llegar esta explicación tan fácil a la policía y al fiscal. No puedo salir del Limbo de los Justos. En el Limbo de los Justos se está en el absoluto limbo.

Al despertarme, estaba bañado en sudor. Parecía un pollo recién salido del cascarón. Estaba en la cama hecho un ovillo. Y las sábanas se podían estrujar. Y me tranquilicé. No había muerto en una lavadora. No estaba en el Limbo de los Justos. No había sido asesinado por mi santa ex esposa ya divorciada, la que estaba viviendo junto a mi mejor amigo. Había tenido una putesca pesadilla. Qué alivio. Y he devuelto la lavadora a mis caseros. Una ropa nueva cuando se ensucie la que me pongo cada día”.

“Me miré en el espejo. Y me contemplé con morbo. Realmente estoy bello desnudo. A mis acerados músculos los adoro. Tengo el culo respingón. La polla mocha de no usarla en ano ajeno. El mentón partido. Los ojos azules. Los cabellos dorados como la miel. Y mis labios son carnosos. Soy un gay que no tiene cojones de salir del armario, pero me miro al espejo todos los días. Y me digo guapa a mí mismo. Ya he cumplido 63 años y estoy como una flor en primavera. Adorable y sensual como una ortiga o como un hermoso oso panda que campea entre adorables encajes y sedas orientales.

Procuro ligar con chicos jóvenes, aunque a mis compañeros de trabajo les digo que son chicas las que pasan por mi cama. Soy un gay muy cobarde que todos los días se come el cacumen porque no soy capaz de asumir que soy gay. No le digo a nadie que me gustan los tíos con mucho pelo en el pecho. Y que les chupo la vida si hace falta. Y sin cobrar porque ya estoy entrado en años. Soy un gay irredento. Y no tengo narices de salir del armario. No asumo mi homosexualidad. Y no le digo al mundo en voz alta y tronante: ‘Soy maricón’. Qué pasa. Y no me arrepiento en absoluto de ello’.

Trabajo de peluquero. Y en el argot de las tijeras, el tinte y los rizos, me llaman “Culopollo”. Y ya que siempre procuro que el culo me realce. Y me he enamorado de un bombero muy guapo, aunque todavía no he concretado nada con él. Tiene que tener una manguera magnífica. Pero dudo que él sea receptivo a mis encantos gay. No pierdo nada por decirle que me gusta. Y que estoy dispuesto a mantener una relación seria con él. Brazos musculazos. Tórax salvaje. Espalda como la provincia de Ourense extendida. Cabellos lacios en cascada castaña. Muslos de acero. Cintura de tiburón blanco. Ojos oscuros. Y una boca que se me hace a mí agua cuando pienso que besar la suya debe de ser como besar un pozo de agua cristalina. Evacuo sólo con acordarme del bombero. Carlos, se llama”.

“La primera vez que tuve que dispararle al enemigo, fue el peor día de mi vida. El enemigo lanzó una terrible y dura ofensiva por sorpresa contra nuestras tropas. Y yo estaba confesando a nuestros muchachos como todos los sábados. Y no tuve más remedio que defenderme. Primero con el fusil de asalto de un soldado que cayó muerto a mi lado y después con mi pistola reglamentaria y con el afilado machete del mismo soldado en el cuerpo a cuerpo que posteriormente se entabló. Matamos a muchos enemigos. Los hicimos retroceder. Y gracias a nuestra aviación que lanzó misiles y bombas de potente calibre con fragmentación. Los helicópteros llegaron tarde. Y cuando ya el enemigo había huido en absoluta desbandada. Sólo sirvieron los helicópteros para retirar del campo de batalla a los heridos y a nuestros los propios muertos. Soy capellán castrense y ostento el grado de comandante.

Y tengo una desazón enorme. Mi religión me prohíbe matar. Y yo he matado. He hecho un acto de contrición, pero sigo con la misma desazón. He pecado. Lo sé. Y estoy desolado porque también sé que Dios deberá de castigarme por mi pecado. Aunque no iba a dejarme matar. El feroz enemigo cargó sobre nosotros con la impiedad de su credo religioso y sus bárbaras costumbres que nada tienen que ver con la democracia que nosotros queremos darles y para que salgan de la barbarie en la que están sumidos desde tiempos inmemoriales. El enemigo es cruel y antidemocrático. Y está en un estadio social, político, económico y cultural de total desigualdad. Un estadio en el que se cometen todo tipo de tropelías contra el pueblo de esa nación tan primitiva e injusta. Nosotros hemos venido a ayudarles. Y no a imponerles nuestras costumbres civilizadas y democráticas. Dios sabe que estamos en lo que es cierto y verdadero. Y no hemos llegado para explotarlos en ningún sentido. Dios lo sabe y es mi testigo.

Cuando volví de la contienda por la libertad y la democracia, me reintegré a una parroquia en los suburbios de Boston. Los tiempos andaban revueltos contra la Iglesia. Se había desatado una feroz campaña de denuncias por abusos sexuales de algunos sacerdotes con niños y adolescentes. La Iglesia tuvo que pagar indemnizaciones millonarias para acallar las voces airadas y los juicios que no nos serían favorables. Un verdadero escándalo. Y decidí dejar el sacerdocio. Me casé con una chica rubia de ojos azules que era feligresa de mi parroquia y tengo dos hijos con ella. Y he vuelto a pecar. Dios me tendrá que perdonar de nuevo. A mi mujer y a mis dos hijos los atropelló un tipo que dio un alto porcentaje de alcohol al hacerle la prueba de alcoholemia. Y en el juicio, el jurado no lo encontró culpable. Y yo lo he eliminado con mi pistola reglamentaria de los tiempos en que fui capellán castrense. No detectó el control en la sala mi pistola reglamentaria, la había envuelto en plástico. Y allí mismo, al conocer el veredicto, le disparé seis veces. No creo que es un asesinato a sangre fría. He vuelto a pecar. Y creo que también ha sido en defensa propia. Los enemigos están en todas partes. Son feroces. Son una lacra social. Y no he hecho nada más que eliminar a uno de ellos. Dios me volverá a perdonar, lo sé. Y voy a volver al sacerdocio. Dios me ha vuelto a llamar. Lo sé. No será de forma oficial y reconocida por la Iglesia. Y lo haré en la prisión en la que voy a ir para cumplir la condena de cadena perpetua por el asesinato del tipo que mató borracho a mi mujer y a mis dos hijos. Y porque estimó el jurado popular que lo hice con premeditación y alevosía. Y no me será reconocido allí mi sacerdocio, pero ayudaré a todos los reclusos que serán mis compañeros.

No estoy en paz con mí mismo. Dios me ha perdonado. Y trabajo como un desesperado ayudando al prójimo carcelario con toda la eficacia que puedo ofrecer. No soy feliz. Y ya solo espero que el tiempo pasé lo más rápido posible y muera como medio de alcanzar esa paz que la vida me ha negado sistemáticamente. Y con un absoluto desprecio a mi felicidad personal. No soy un santo. Lo sé. Aunque voy a ayudar a todos los reclusos con mis ya escasas fuerzas. No flaqueo en mi fe. Dios siempre me va a perdonar. El penal de máxima seguridad del Estado está enclavado junto a una laguna de aguas pestilentes. Hay televisión en cada celda. Y la comida es una bazofia como la que tuve que comer en la guerra justa que llevamos a aquel lejano país que era antidemocrático y de una religión diferente a la nuestra. Y al que finalmente machacamos. Y para ejemplo de otros países de la misma área geográfica. Nos ha costado 53.000 muertos en combate y más de 100.000 inválidos”.

El ciudadano perruno Igor González no ha sido capaz de decirle a su señor padre que ninguna guerra es justa. No ha sido valiente. Y no le ha expuesto a su padre que todas las guerras obedecen a intereses mezquinos y egoístas. Camina desolado por las calles y plazas granadinas. Va a tomar el autobús de todos los días, el que lo lleva a su casa. Y sopesa que jamás se acabarán las guerras. Y porque siempre habrá los que predican las guerras justas, esos tipos mezquinos y egoístas que son los que mandan. Esos tipos que ellos no van a morir por lo justo. Lo justo lo dictaminan las bombas y las demás armas.

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