martes 23 abril
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Relatos cortos sin recortar (Tres relatos desvergonzados) (1-9-2014)

Tres relatos desvergonzados

Facundo Garbanzo, un ladrón por dificilísima oposición que jamás fue endogámica y que ganaba dineros de curso legal como por un tubo sin fin robando y estafando, fue uno de los tentados por un maligno mandamás de una formación política, y para que fuese como salidor en la lista cerrada de aquel partido político al Congreso de los Diputados. Y una vez elegido diputado, el malvado de Facundo Garbanzo se enteró de que no estaba aforado y que podía ser pasto de los tiburones de la Ley, esa que es igual para toda la ciudadanía al completo. Y dimitió con el consiguiente y enorme regocijo del candidato que se había quedado en puertas de ser elegido. Ser un político y no estar aforado, es una de las putadas más grandes que pueden existir en política. Y ya que no se pueden hacer travesuras ni diabluras políticas. Sabiendo que nunca te va a pasar nada con la Ley, que nunca vas a ir a la ergástula, es apasionante la vida del político corrupto.

El amor por ella era tan grande, que Remigio Briones se cortó su pene y se lo mandó a su amada como presente inequívoco de que su pasión y cariño por ella solo era platónico y alejado de la sexualidad que conduce a las cornamentas, a los celos, a las putadas desaforadas y a los divorcios. Remigio Briones, por amor espiritual, se había convertido en un eunuco sin aparato reproductor y sin su mediano mecanismo externo para la expulsión de los orines que se producen en los riñones, esos líquidos que posteriormente van a la vejiga de los mamíferos para ser expulsados al exterior. Pero ella, altiva como una emperatriz soltera de un país de fábula y boato, no lo amaba con pene ni sin él, y ya que su corazón real ya le pertenecía a un palafrenero que le llevaba el freno de su caballo tan blanco como la virginidad. Remigio Briones, joven caballero coronel de la Guardia Real, al sentirse rechazado y sin su escueta y discreta minga civil y militar, no tuvo más remedio que atravesar su corazón de un certero disparo con su arma reglamentaria. Era todo esto algo que aconteció en el siglo XIX, tiempos en los que el honor militar y civil era obligatorio, unos espacios temporales en los que las bellas y solteras emperatrices se enamoraban de sus palafreneros humildes y plebeyos con un pene que partía almendras o cocos de las Indias. Un aparato largo, grueso y seductor como un demonio enfurecido, ese que no bajaba su cabeza erecta soberbia hasta que no tenía uno u dos orgasmos extraordinarios.

Ramón Espárrago, un hombre feliz, estuvo a punto de copular, le faltó el canto de un carro de paja, con una dama en las fiestas populares de su localidad. Ramón Espárrago, tonto oficial del pueblo, en la mañana del día siguiente a la procesión en andas del santo patrón de la localidad, se lamentaba de que le había faltado un pelo para cepillarse en un balate a la señora esposa de un alto personaje de aquellos pagos pueblerinos. Y que todo le falló, porque apareció otra dama que también quiso participar en el festín sexual. Y ya que ella conocía, dijo que de oídas, que el idiota oficial del pueblo serrano calzaba un descomunal aparato para mear y copular. Ramón Espárrago, ahora se le observa algo cabizbajo, como más idiotizado, pero seguro de que en otra ocasión se cepillará a la señora esposa del alto personaje de su localidad, y ya que antes o después no le fallará su suerte ni su apocalíptico aparato de mear y copular. En los pueblos, tan recoletos y hermosos y humanos, siempre se conocen las innumerables virtudes terrenales de las mingas extraordinarias de los tontos oficiales, esas que son llevadas al hombro en el caminar de los idiotas y por las que se le suben al tonto los animales pequeños, las sabandijas y las alimañas cuando están defecando en los maravillosos y verdes campos aledaños de sus localidades. Ramón Espárrago, eso, posee un espárrago descomunal.

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