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Relatos cortos sin recortar (28 de Marzo de 2014)

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A besos, besando a aquella piedra todos los días, aquel hombre modeló a la mujer ideal que él siempre llevó en su mente. Esculpió a ósculos la mujer modelo que llevaba tanto tiempo idealizada en su cerebro. Y la realizó tan bella, que aún se enamoró mucho más de ella. Aunque cuando su obra ya estuvo finalizada, nunca jamás volvió a besarla. Solo la contemplaba como si estuviese platónicamente enamorado de ella. Y la adoró como a una diosa. Y el hombre cuando llegó su hora de morir, quiso hacer el amor con la mujer que había esculpido, y para marcharse a la nada solemne con la satisfacción cumplida de haber realizado, por primera vez, un contacto sexual. Y cual fue su enorme sorpresa, ya casi moribundo, que pudo copular con ella porque la mujer se materializó en carne y huesos. Y se amaron todo un día como nunca antes nadie se habían amado: sin egoísmo alguno y sin simulación alguna que empañase un maravilloso amor carnal de solo horas.

 

Ella tiene pocos años. Es una mujer muy joven. Estudia en la Facultad su segundo año de carrera. Ella aspira a ser una licenciada en Psicología, esa que después ejercerá en su propia consulta. Ella tiene los ojos tan azules oscuros como el bellísimo color azulino del mar Adriático. Y sus cabellos son de las tonalidades rubias de los trigales sureños en el mes de Junio. Su vivacidad es de una tranquilidad pasmosa, aunque cuando tiene que ser expresiva lo es como ese huracán que azota con violencia una costa caribeña. Y sus manos gesticulan como si hablasen un idioma universal que se basa en los bellísimos y candentes movimientos de dos palomas blancas volando. Tiene un cuerpo espectacular. Sus piernas son largas y torneadas. Su cintura es abarcable como un abrazo inmortal. Y sus labios carnosos deben de besar como besa una Venus sin que el tiempo discurra. No estoy embelezado ni enamorado de ella como un colegial. Nunca he dialogado con ella, pero sería algo fácil enamorarse de su humanidad de mujer que huele a flores salvajes.

 

 

El niño besó a su niñera en la boca. Y ella se quedó transpuesta e inmóvil como un mármol estatuario al que le ha gustado muchísimo el largo beso del pequeño en sus labios. Ella, tan escultural y tan bella como una simple flor primaveral de colores increíbles, no es exactamente una institutriz. Y él no es un niño pequeño demoníaco. Ella es la enfermera que atiende a un hombre adulto que ha perdido la memoria a causa del terrible accidente de tráfico que tuvo aquella mañana en la que chocó con su rojo y potente automóvil, de forma bestial, contra un semáforo en una gran avenida de la ciudad. La enfermera teme lo peor, y ya que hoy el hombre accidentado no solo la ha besado en sus labios gorduelos, sino que la ha tocado con su consentimiento porque ella está encantada con las caricias y los besos que de él recibe todas las mañanas cuando va a llevarle las dosis diarias de los medicamentos que debe de tomar para sanarse pronto.

Ella está enamorándose de él. Y a él le están llegando de nuevo los recuerdos de amar.

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