miércoles 16 julio
Opinión  |   |

La izquierda tiene un problema

La autodenominada izquierda transformadora se enfrenta, en esta coyuntura y con vistas al futuro, a una serie de retos en los que se juega no solo poder ser una actora real en la gobernanza de España sino incluso su propia existencia. Desde luego que su división y el enfrentamiento cainita entre sus diversas facciones no hace más que debilitarla e incrementar los peores riesgos. Sin que los movimientos y pronunciamientos de sus distintas familias inviten al optimismo de cara al futuro.

Cuesta trabajo pensar cómo es posible tanta irresponsabilidad e incapacidad para analizar la situación y darle respuesta. Siempre hay elementos para considerar que asistimos a determinados juegos de traiciones y/o oportunismos. Son recurrentes en este espacio los conflictos derivados de la competencia interna por ser la cabeza del ratón, renunciando de hecho a cualquier aspiración de construir una alternativa ganadora de gobierno.
No tengo duda de que si la trama de corrupción aflorada en el PSOE fuese del PP, la izquierda estaría reclamando la dimisión del presidente, no tanto por su posible implicación, en este momento ni demostrada ni indiciada, como por su responsabilidad “in nombrando” o “la culpa in vigilando”. Una trama que según los indicios podría haber actuado desde hace más de diez años y afectaría al menos a la Comunidad de Navarra y al inversor ministerio de Transportes.

Pero en las circunstancias actuales ningún grupo de esa izquierda va a correr el riesgo de aparecer como responsable de la caída del “único gobierno progresista de Europa”. Sobre todo porque la alternativa posible, y probable según las encuestas, no representa la más mínima garantía de limpieza y honestidad, dados sus antecedentes. Además de suponer, para el electorado de izquierda, una amenaza para las libertades y los derechos cívicos y sociales.

Por tanto, esa izquierda se encontraría atrapada en una trampa en la que asume serios riesgos. Por un lado no puede hacer caer al gobierno pero al mismo tiempo puede resultar salpicada por el descrédito de esa corrupción.
Resulta extraño que desde las fuerzas que apoyan al gobierno, mientras descartan la convocatoria de elecciones o la cuestión de confianza, algo razonable desde su situación, no se atrevan a hablar del posible relevo de Sánchez a través de la investidura de otra persona que pudiera acometer en los dos años que restan de legislatura un programa ambicioso de regeneración democrática (Sánchez ni siquiera ha sido capaz de formular propuestas en ese sentido) y de avance en el cumplimiento de los compromisos asumidos en el pacto de coalición PSOE-Sumar, y en los acuerdos de investidura, en los que tan poco se ha avanzado hasta ahora, salvo respecto a Junts.

Al PSOE siempre le cuesta ir más allá de los límites que el régimen del 78 ha impuesto. Se sentían cómodos en su fórmula política, el bipartidismo. Prácticamente todas las medidas más avanzadas que se han aprobado desde la moción de censura de 2018 han sido producto de la presión de los socios de Sánchez. Todas contaron con su resistencia inicial para ser posteriormente aceptadas a la baja, por mucho que éste luego pretenda venderlas como iniciativas propias.

Pero si en el primer gobierno de coalición, PSOE-Unidas Podemos, esto fue así, más lo es en el actual, PSOE-Sumar, porque ahora la correlación de fuerzas en el parlamento es más precaria y porque la mayoría parlamentaria depende de dos partidos de derechas que difícilmente aprobarán determinadas medidas progresistas. Especialmente Junts, que sigue a pie juntillas las directrices de la patronal catalana y las multinacionales allí presentes.
Una situación que constituye otra trampa para la izquierda transformadora, que si no logra aparecer como protagonista de avances sociales claros sufre el desgaste y el distanciamiento con su siempre exigente electorado.

Para hacer ceder al PSOE la izquierda se ve obligada a “hacer ruido”, a reclamar, exponiendo sus propuestas con claridad y decisión. Cuántas veces asistimos a la crítica que alguna de las actuales facciones reprochaban a Podemos en la anterior legislatura por “hacer ruido”. Pero la realidad demuestra que sin ruido la izquierda consigue menos cosas, tiene menos fuerza y el PSOE tiende a mirar hacia el centro. Lógicamente el ruido no puede ser grosero o chirriante, tiene que consistir en reclamar alto y claro medidas de gobierno o legislativas bien fundamentadas y argumentadas y acompañadas de enormes dosis de pedagogía hacia la gente.

Sí es cierto que, con ruido o sin ruido, la izquierda ha tenido y tiene que tragarse muchos y gordos sapos. Pero lo que tiene que hacer siempre es explicar qué cosas se traga, por qué y a cambio de qué éxitos.

No obstante, más allá de estos problemas coyunturales hay un problema que es esencial para la izquierda, el de la definición de su papel en la sociedad y la política actual y futura. Se trata de una cuestión que ha estado presente desde siempre. En España, dentro del sistema, el ámbito de la izquierda lo ha ocupado el PSOE. Para los poderes reales del régimen del 78 la izquierda transformadora sobra. Como mucho acepta que se comporte como una fuerza residual, con escasa o nula capacidad de influencia o poder real. Todo lo más se tolera como el ala izquierda de un PSOE moderado, pero jamás como una alternativa de gobierno.

De ahí que desde 2015 los aparatos de poder pusieran su maquinaria a trabajar a tope, sin importar violar la ley, para evitar que Podemos pudiera sobrepasar al PSOE o llegar al gobierno. Y eso que estar en el gobierno no significa tener el poder. Una maquinaria combinada de cloacas, aparatos de la política, la judicatura, la policía y los medios de comunicación conformaron una estrategia para debilitar a Podemos y hacerlo desaparecer, al partido y a lo que significaba.

La unidad en la izquierda es una necesidad, pero para construirla hay que preguntarse ¿unidad para qué, con quién y cómo?. Siendo el para qué la cuestión básica. Además de sus divisiones, la izquierda ya ha vivido en otras ocasiones el debate y el conflicto sobre su estrategia. En los 90, Julio Anguita aspiraba a convertir a IU en alternativa de gobierno, superando la tentación de ser una mera “muleta” del PSOE. Ya entonces se produjo un conflicto interno que conllevó a la creación de Nueva Izquierda (NI) que después acabó integrándose en el PSOE. Con Podemos sucedió algo parecido. Pronto surgieron voces que demandaban no entrar en el gobierno, apoyar desde fuera al PSOE y moderar el discurso. Esa fue la postura del decepcionante Errejón o de Alberto Garzón. Luego otras voces clamaron a “dejar de hacer ruido”.

Tanto en tiempos de Anguita como después con Podemos, quienes confrontaron reclamando mayor moderación fueron premiados con el trato favorable tanto del PSOE como de los medios de comunicación del bipartidismo. Fue así al menos mientras eran considerados útiles para debilitar cualquier alternativa posible desde la izquierda.
Aparte de egos o luchas de poder, en el fondo se trata de dos modelos distintos que, llegado el caso, pueden colaborar pero que lo más probable es que acaben divergiendo. Vistos los acontecimientos, parece que la teoría errejoniana de la “competencia virtuosa”, en la que justificó su ruptura y división, se demostró falsa y desleal.

No obstante la gente de izquierdas clama por la unidad del espacio, porque entiende que con el actual sistema electoral la división es catastrófica y porque la alternativa a este gobierno sería un retroceso brutal en manos de la derecha extrema. La gente lleva razón. Pero quienes pretendamos hacer un análisis más profundo sabemos que hay cuestiones de fondo que deben ser resueltas. O al menos gestionadas, más allá del voluntarismo o la componenda.

La izquierda transformadora se construye a partir de compromiso, ideas, propuestas, organización, honestidad y transparencia. Éstas exigen hablar claro a la gente, explicar lo que se hace y los sapos que se tragan. Y por supuesto mucha democracia interna, diálogo y participación.

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Columnista
Miguel Martín Velázquez

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