La naturaleza del bipartidismo político
Tres fueron los grandes acuerdos que sustentan lo que conocemos como régimen del 78, además de configurar un sistema político bipartidista. El primero, el mantenimiento de la monarquía tal y como la diseñó el franquismo; el segundo, que los trabajadores pagaran el peso de la crisis económica, a través de los pactos de la Moncloa y, el tercero, un diseño territorial que solo reconocía a tres nacionalidades históricas: Catalunya, Euskadi y Galiza, por la sencilla razón de que sus Estatutos ya estaban aprobados por las Cortes republicanas. Olvidando, a sabiendas, que el Estatuto andaluz se votaba en septiembre de 1936 y, si no ocurrió así, fue porque el golpe de estado militar franquista en Julio de ese mismo año lo impidió. No obstante, de ese triple acuerdo solo dos se han cumplido tal cual, ya que, el diseño territorial saltó por los aires el 4 de diciembre de 1977 cuando los andaluces y las andaluzas dijimos basta, para después ejercer nuestro derecho constitucional a decidir, mediante referéndum, el día 28 de febrero de 1980, momento en el que a Andalucía se le reconoció su condición de nacionalidad histórica.
Desde ese mismo momento, el bipartidismo ha obstaculizado que Andalucía ocupe el lugar que históricamente le corresponde en el debate, concurso, escenario político y económico del Estado hasta ahora ocupado por las élites oligárquicas vascas, catalanas y madrileñas, todas ellas extractivas de nuestros recursos y plusvalías a través de las grandes corporaciones con sede social fuera, desfalcando Andalucía que, además, sufre sobremanera el bipartidismo político, que es donde reside la madre de todas las corrupciones: la corrupción política.
La corrupción política viene de antiguo, no la inventó el franquismo. Hay hechos documentados que datan del siglo XIV. Allá por tiempos de la reina Juana II de Navarra. El Quijote nos ilustra como el soborno era práctica habitual en las relaciones de negocio y políticas. La dinastía borbónica está doctorada en corrupción. Famosos fueron los episodios de Fernando VII en la que la compra de políticos, cargos públicos y jueces en todos los niveles era el pan de cada día para asegurar negocios saqueando el patrimonio y presupuesto público. Era tan evidente el latrocinio que se coreaba “Viva Fernando y vamos robando”.
Tras la muerte del rey felón llegó Isabel II y, aunque con ella, se intentó una modernización de España con la incorporación de los liberales al gobierno y siendo cierto que se incorporaron al Código Penal de entonces determinados delitos que condenaban la corrupción, no es menos verdad que esta era consustancial al citado reinado, entre otras cosas, porque era compatible ser ministro y desarrollar una actividad empresarial. Esto favorecía la concesión o adjudicación de obras públicas a empresas vinculadas, circulando como Pedro por su casa el tráfico de influencias que era una parte muy lucrativa del negocio corrupto que era sistemático. Era usual que personajes de gran relevancia política como Cánovas y Sagasta formaran parte de los consejos de administración de grandes empresas que copiaban las prácticas de otros países europeos, pero, a diferencia de estos, en España no operaron ninguna de las reformas legales contra la corrupción política. Estamos hablando de finales de siglo XIX.
Hasta entrado el siglo XX en España funcionó a la perfección lo que se conoció como el turnismo pacífico entre conservadores y liberales cuyo fundamento radicaba en desarrollar un sistema electoral fraudulento que, en síntesis, consistía en asegurar, con carácter previo, el resultado electoral mediante la asignación territorial de los escaños parlamentarios consensuada entre los dos partidos principales que, atendían cada uno a su clientela a través de los caciques y gobernadores civiles, ejecutando un fraude electoral masivo por medio del control, principalmente, de ayuntamientos y jueces leales, estos últimos, tenían asignada la función, en caso de conflicto, de adjudicar la victoria al candidato oficial pactado. La II República no tuvo tiempo para sentar las bases legales y democráticas acabar con esto.
El turnismo político de antes (conservadores-liberales) y el actual bipartidismo (PP-PSOE) tienen bastantes puntos en común, como son; la monarquía, el clientelismo electoral, los ministros y las ministras no se sientan en los consejos de administración con carácter previo, pero sí después, utilizando la puerta giratoria, controla el poder judicial asignándose por cuota los asientos, utilizan las instituciones en beneficio propio, por tanto, comparten la corrupción política donde uno y otro, como estamos observando, se pelean por quien es más corrupto. El y tú más es el centro de sus respectivos discursos.
De ahí la necesidad de fortalecer la democracia como mejor forma para combatir la corrupción política, estableciendo controles eficaces y eficientes contra la misma. Pero, no todos los partidos políticos son iguales, como ha quedado recientemente evidenciado. Solo el analfabeto político, muy extendido en la derecha-extrema derecha, es acreedor de tamaño despropósito antidemocrático, que no es otra cosa que el “burro que se enorgullece e hincha el pecho diciendo que odia la política. No sabe el imbécil, que, de su ignorancia política nace la prostituta, el menor abandonado y el peor de todos los bandidos, que es el político trapacero, granuja, corrupto y servil de las empresas nacionales y multinacionales” (Bertolt Brecht). Póngales ustedes nombres a cada uno de ellos, pero no generalicen.