martes 10 diciembre
Opinión  |   |

Servicios públicos, impuestos y eficiencia

El denominado Estado de Bienestar constituye una creación reciente y de reducida extensión en el mundo. Se consolida después de la II Guerra Mundial en Europa Occidental y poco más. Constituyó una conquista del movimiento obrero que se canalizó políticamente a través del consenso entre la Socialdemocracia y la Democracia Cristina y aceptado por los poderes económicos para evitar que las masas pobres miraran a la URSS como un modelo atractivo.

A pesar de sus diferencias en cada país se pueden resumir elementos comunes. Se da en países desarrollados y genera una amplia clase media con capacidad de consumo y determinados niveles de confortabilidad. Promueve la estabilidad política y social y, por la vía del consumo de masas, abre la puerta a un mayor crecimiento económico.

Las diferencias sociales entre los extremos del espectro social se mantienen e incluso siguen aumentando, pero entre ambos se sitúa un amplio colchón constituido por esa mayoritaria clase media. El sistema se articula con un modelo político de democracia representativa, sustentada en torno al bipartidismo turnista.

Dos pilares están en la base del Estado del Bienestar. Por un lado, la garantía democrática de los derechos laborales y la negociación colectiva, desarrollada a través de un sindicalismo fuerte pero no revolucionario, que consigue mejorar los salarios directos de amplias capas de la población. Por otro, la puesta en marcha de servicios públicos que garantizan el acceso mayoritario a determinadas prestaciones como la educación, la salud o las pensiones... que constituyen salarios indirectos. La combinación de ambos implica un mecanismo bastante potente de igualdad.

Pero no pasó mucho tiempo para que comenzase a ser puesto en cuestión. ¿Por qué las élites económicas iban a compartir parte de la riqueza si podían quedarse con todo o al menos con mayor parte del pastel?. El capitalismo pone en marcha una mutación ideológica hacia el neoliberalismo que tiene su primera representación política en los 80, liderada por el tandem Reagan-Teacher. Su base es el cuestionamiento de la viabilidad del Estado del Bienestar y el diseño de un determinado modelo de globalización económica.

Los efectos no fueron inmediatos sino que de forma paulatina se fue laminando la capacidad negociadora del sindicalismo y recortando y/o privatizando los servicios públicos. El deterioro de la democracia, los recortes en derechos sociales o la privatización de los servicios públicos no se imponen de un día para otro sino a través de procesos lentos pero sistemáticos que los hacen menos visibles en el corto plazo.

Este proceso no ha dejado de avanzar. Las consecuencias son la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, la reducción de la calidad de los servicios públicos y el incremento significativo de las diferencias sociales, lo que se traduce en el aumento de la frustración de amplios sectores de las clases medias y la juventud que vislumbran la falta de expectativas. Los problemas de precariedad laboral y salarial o las enormes dificultades para acceder a una vivienda constituyen dos manifestaciones de este proceso.

Precisamente por ser un cambio paulatino la oposición a su avance reviste formas intermitentes y contradictorias. Del 15M y las primaveras progresistas se ha pasado al ascenso de movimientos reaccionarios y de extrema derecha, curiosamente capitaneados por miembros de lo peor de las élites económicas cuyas propuestas solo conducirían a empeorar las cosas.

Una de las principales vías de avance de esta estrategia es la descalificación de lo público y la conversión en negocio, vía privatización, de servicios imprescindibles para la vida. Con un doble discurso, los servicios públicos son esencialmente ineficientes, e implican un despilfarro insostenible, y los impuestos constituyen una expropiación porque el dinero estaría mejor en el bolsillo de los contribuyentes. Este discurso, mantenido en el tiempo y amplificado por los medios en manos de quien lo defiende, ha calado en mucha gente, incluso en quienes objetivamente no podrían nunca acceder a educación, sanidad o pensiones... si las tuvieran que asegurar con sus ingresos.

Las catástrofes sufridas en los últimos años (pandemia, volcán de la Palma, riada de Valencia...) ponen en evidencia la falacia de tal ideología. Ninguno de ellos podría ser afrontado desde lo privado. Incluso quienes defienden la disolución de lo público o la rebaja de impuestos se aprestan a reclamar ingentes fondos públicos para atender a las víctimas y reconstruir. Pero esos fondos sólo pueden hacerse realidad a partir de la recaudación de impuestos.

Nuestra Constitución, la que algunos manipulan tanto y de forma tan sesgada, define a España como un Estado social cuyos valores superiores son la justicia y la igualdad (art. 1), se reconoce el derecho a la salud (art. 43), a una vivienda digna y a que los poderes públicos impidan la especulación (art. 47), garanticen pensiones adecuadas y actualizadas y un sistema de servicios sociales (art. 50). Para hacer esto se establece la obligación de todos de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos mediante un sistema tributario justo y progresivo (art. 31) o sea que quien más tiene más debe aportar. Además se establece que toda la riqueza del país está subordinada al interés general (art. 128) y que el Estado puede planificar la actividad económica para atender a las necesidades colectivas y la distribución justa de la riqueza (art. 131).

La realidad es que existen demasiados privilegios y que la aplicación de estas normas no siempre parece adecuada a aquellos principios. No debemos olvidar que los impuestos se pagan sobre ganancias, si no las hay no se paga, y que la presión fiscal sobre PIB en España (38%) es inferior a la media de la UE, 41%, y de la Eurozona, 42%.
Pero ¿es justa la distribución de la carga tributaria?. Claramente existen descompensaciones tributarias. Por ejemplo, entre las rentas del trabajo y las del capital. Los tipos de las primeras van desde el 24% para rentas entre 12.450 y 20.200 euros, el 30% para rentas hasta 35.200, el 37% hasta 60.000, el 45% hasta 300.000 y el 47% a partir de esa cuantía. Sin embargo para las segundas los tipos son más bajos, 21% para rentas entre 6.000 y 50.000 euros, el 23% hasta 200.000, el 27% hasta 300.000, el 28% si la renta es superior.

Una SICAV (Sociedad de Inversión de Capital Variable) paga un 1% de impuestos sobre los rendimientos y plusvalías. Las SOCIMIs (Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión en el Mercado Inmobiliario) pagan un 1% en el impuesto de sociedades.

Las grandes compañías, las eléctricas, los Bancos... que operan en mercados oligopólicos y de clientes cautivos, se niegan a pagar impuestos especiales sobre sus especiales e inmensos beneficios anuales.

La conclusión no puede ser otra que la necesidad de defender la calidad democrática, la protección de los derechos colectivos, el mantenimiento y mejora de los servicios y prestaciones públicas y el pago de impuestos de forma justa y progresiva. Pero también la gestión eficiente de los servicios públicos.

Hay mucho que mejorar. Debemos ser exigentes y no dejarnos distraer por cantos de sirena y tantos señuelos como se lanzan para tratar de despistarnos.

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Columnista
Miguel Martín Velázquez

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