lunes 29 abril
Opinión  |   |

La ciudad compartida

El turismo de ciudades es una actividad económica que solo es posible gracias a las concesiones que hacemos los ciudadanos y ciudadanas. El turismo es una industria en la que el producto que se vende es la propia ciudad, la misma en la que habitan miles de personas que comparten con los visitantes una parte de su vida. El turismo es, a la vez, una fuente de riqueza y un acto de generosidad.

Granada ha sabido convertir su innegable atractivo en una lucrativa industria que ya aporta un 12% de su PIB. Son buenas noticias para hoteles, restaurantes y comercios que crean miles de empleos y sostienen buena parte de nuestra economía. Somos líderes en el mercado nacional e internacional. Queda cumplido el viejo objetivo de llenar Granada de turistas, del ‘cuanto más mejor’.

Pero el turismo también plantea retos para las ciudades y las personas que viven en ellas. Para los profesionales es una fuente de ingresos y para los visitantes una actividad de consumo, pero el turismo también tiene costes para los residentes. Sin olvidar aspectos medioambientales como la huella de carbono de los desplazamientos o el consumo de agua en tiempos de escasez, también produce interferencias como la masificación de ciertas zonas y establecimientos, o los lógicos problemas de convivencia que producen las aglomeraciones.

Es especialmente preocupante el impacto de las viviendas de alquiler turístico en el centro de la ciudad, en el que ya resulta casi imposible alquilar un piso para vivienda habitual. El negocio de los pisos turísticos está expulsando a los vecinos del centro y convirtiendo el Albaicín en un verdadero parque temático, en un decorado para pasear. Los pisos turísticos legales se han multiplicado por seis solo en los últimos cinco años. Se echa de menos que la Junta de Andalucía ejerza sus competencias para ordenar una actividad que está acelerando la temida ‘gentrificación’, la sustitución de los vecinos de siempre por especuladores y turistas.

Además, el turismo también tiene costes económicos directos, un buen ejemplo de ‘externalidades negativas’, fundamentalmente asociados a los gastos de limpieza, seguridad y transporte que debe afrontar el ayuntamiento. Ofrecer una ciudad limpia, segura y bien comunicada cuesta dinero, un dinero que sale de las mismas arcas municipales que provén los impuestos de los granadinos y que dejan de aplicarse a otros servicios públicos.

Una forma de compensar estos gastos es la llamada “tasa turística”, una pequeña cantidad que el viajero paga al reservar el alojamiento o el billete de avión, y que después el ayuntamiento puede destinar al desarrollo y promoción de la propia actividad turística revertiendo positivamente tanto en el propio viajero como en el territorio. Una medida que ya aplican más de 137 ciudades de Europa, incluyendo muchas españolas como Barcelona, Valencia o Palma de Mallorca.

Los ayuntamientos no pueden establecer una “tasa turística” si la comunidad autónoma no desarrolla un marco previo, pero la Junta de Andalucía de Moreno Bonilla se sigue negando a regular un instrumento fiscal que haría más competitiva a Granada y le aportaría unos ingresos anuales de entre tres y cinco millones de euros. Un gesto de soberbia absoluta, como su mayoría, que en algún momento corregirá pero que sigue perjudicándonos cada día que pasa.

Solo hay que pasear por el Albaicín o por el centro para darse cuenta de que estamos compartiendo nuestra ciudad con un flujo constante de visitantes anónimos y cambiantes que llenan los mismos espacios públicos en los que desarrollamos nuestra propia vida. Por eso necesitamos buscar un equilibrio entre el negocio y la convivencia, unos límites que permitan disfrutar de la visita a nuestra ciudad, pero también vivir en ella. Si no somos capaces de convivir con el turismo, poniendo ciertos límites, crecerá la “turismofobia” y tendremos que lidiar con una nueva forma de polarización que -desde luego- no nos viene nada bien.

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Columnista
Pablo Hervás

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