martes 19 marzo
Opinión  |   |

Burbujas

Por burbuja se entiende, atendiendo a la interpretación que hace María Moliner en su magnífico diccionario, como “la película de una materia, de forma esférica, llena de aire u otro gas, por ejemplo, las que se hacen como agua jabonosa, las que se forman en la superficie de un líquido que hierve o fermenta, o las que constituyen la espuma de cualquier cosa”. Es decir, algo que puede reventar, diluirse, evaporarse…

No obstante, el término burbuja tiene otras aplicaciones, pero con las mismas consecuencias, según que casos o sucesos. Así, en el año 2008 conocimos la burbuja inmobiliaria, que tanta desgracia y dolor trajo a millones de familias españolas que se vieron atrapadas en la vorágine de la especulación financiera y que perdieron sus viviendas familiares y se quedaron sin empleo. Crisis que seguimos pagando hoy, la banca no, al tiempo que se produce un desahucio cada doce minutos según el informe “Efectos de la crisis económica en los órganos judiciales” (Consejo General del Poder Judicial). La burbuja la explotaron a las bravas y se llevó por delante la economía real española, que dependía de la construcción.

A la burbuja inmobiliaria le ha sucedido la turística, menos nociva que la anterior, si bien, ha consolidado la precariedad laboral y salarial como forma de vida. A esta burbuja la ha atacado sin piedad la pandemia que aún está por extinguir, pudiéndose afirmar que la ha salvado la campana del Estado que, a diferencia de la anterior crisis, ha desarrollado un enorme esfuerzo para evitar el desplome, a pesar de la negligencia de una parte del sector que parece que el COVID no va con ellos, a lo que hay que añadir el disloque insolidario e irresponsable de una parte de nuestros jóvenes que no les importa poner en peligro la vida de sus padres y familiares. Hoy por hoy, el turismo que sostiene en buena parte la economía española tiene ligado su futuro a su capacidad de transformación desde la perspectiva de la sostenibilidad, su valor añadido y una oferta diferente, sin olvidar la clave digital, lo que podrá redundar en un mejor empleo.

Por otra parte, tenemos la burbuja judicial, me refiero a los órganos que están bloqueados en su renovación y que se está convirtiendo en la auténtica oposición política al Gobierno, habida cuenta que en un sector político y de la Magistratura española sigue instalado en el tardo franquismo que entiende, de hecho, que los nombramientos solo están sujetos a relevo bajo sus condicionamientos, aún cuando vienen obligados por mandato constitucional. Esta burbuja está reduciendo a esos órganos a la banalidad, pero tiene la particularidad que se puede pinchar desde dentro, es decir, por aquellos que perteneciendo al supuesto sector progresista dimitan en bloque, sencillamente porque no se nos puede pedir a los ciudadanos que cumplamos las leyes cuando esos culos de hierro, el líder de un partido y este mismo que se proclaman constitucionalistas violentan el artículo 122 de la Constitución Española. Ojo, lo que no puede parar democráticamente el parlamento español, que es donde en exclusiva reside la soberanía popular lo puede hacer una sentencia sin sentido de Estado. El ejemplo más reciente está en el fallo del Tribunal Constitucional, que respeto, pero no comparto, referido al estado de alarma y al confinamiento, prefiriéndose el estado de excepción, mucho más restrictivo con las libertades y derechos fundamentales y limitado a un máximo de sesenta días, lo que habría impedido que España utilizara el confinamiento de forma similar a otros países de la Unión Europea, cuando el número de personas muertas en mayo de 2020 era superior de cien al día.

Finalmente, tenemos la burbuja política, en la que está instalada una parte de política española. Esa burbuja provoca la desafección de la ciudadanía, un lujo que no puede permitirse nuestra democracia. Se produce porque a la gente no le llegan las cosas, valga como ejemplo las ayudas a la dependencia, la inexistencia de verdaderas políticas sociales tangibles, el encarecimiento de la vivienda, el suministro eléctrico, la privatización de los servicios municipales, la precariedad bajo el argumento esclavista que es mejor trabajar por 800 euros que no tener trabajo.

De ahí, la importancia de que España vaya desinflando esas burbujas, aprendiendo de la experiencia y que simultáneamente cree tejido productivo, un sector público competitivo que dinamice la economía y que colabore con la buena economía e inversión privada, lo que creará mayor y mejor empleo, pero también más democracia, más libertad, más solidaridad.

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Columnista
Salvador Soler

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