jueves 2 mayo
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Corrupción y bipartidismo

De nuevo la corrupción llena portadas y abre noticiarios. El cuento de nunca acabar. Antes unos, ahora otros, la vida sigue igual. El caso Koldo-Ábalos explota contra el PSOE mientras el PP dispara fuego granado como si ellos no hubieran roto nunca un plato. Hace poco fue al revés. Muy probablemente las tornas vuelvan a cambiar en breve. Es la historia interminable. Turnismo en los gobiernos, sucesión de escándalos por corrupción.

Hemos perdido la cuenta de los numerosos casos de latrocinio cometidos a expensas de las arcas públicas por quienes estaban llamados a gestionarlas en beneficio de todos. Siempre la misma historia, el mismo modus operandi, similares respuestas.

No se puede decir que España sea un país corrupto. En todas partes existe corrupción, que es producto de la condición humana. Pero los países se distinguen en la forma en que la afrontan, en cómo preparan sus instituciones y éstas responden ante tal gangrena que atenta contra la columna vertebral de la democracia.
La historia reciente nos muestra que existe una combinación de corrupción de personas y de partidos, que han financiado sus campañas electorales a través de comisiones ilegales. Una mezcla que en muchos casos probablemente funcione convirtiendo a los primeros en líneas de protección, a modo de chivos expiatorios, de los segundos, para el caso de ser descubierta la trama.

Alguien puede sugerir que el sistema funciona puesto que se detectan y se juzgan casos tan importantes de fraude. Pero muchas personas pensamos que no son más que la punta del iceberg de una realidad mucho más amplia y profunda. Y esta convicción es algo más que una simple intuición. Del análisis de las informaciones sobre cada caso y de las formas de perpetrar, siempre parecidas, nos llevan a concluir que solo son posibles por el deficiente funcionamiento de los mecanismos de control y por la sensación de impunidad que anida en los protagonistas. También por la escasa determinación de los grandes partidos, cuyos dirigentes parecen seguros de que la corrupción les pasa una escasa y, como mucho, tardía factura electoral que, además, ni siquiera es definitiva. Todo ello sólo puede llevar a la conclusión de que existen muchos más casos que quedan impunes.
Un caso de corrupción no resulta fácil de probar. Sus autores no suelen ir dejando pruebas directas de su delito. Nadie hace facturas por comisiones ilegales. El rastreo es complicado y siempre indirecto, a través de movimientos sospechosos de dinero, de reiteración de contratos con las mismas empresas, de facturas con sobrecostes, de conductas aparentemente inexplicables, de estilos de vida excesivos, de contactos extraños... A veces por testimonio de arrepentidos.

Estamos en el país que convirtió la picaresca en todo un género literario que floreció en nuestro Siglo de Oro. Con una diferencia, mientras que en la picaresca los protagonistas son pícaros de bajo rango social y de extracción marginal, en la moderna corrupción se trata de personas que ocupan altos cargos en las instituciones o las empresas, que pasan incluso por ser dignos representantes y servidores públicos.
Se intuye la amplia extensión de la tolerancia que como sociedad arrastramos respecto a la corrupción o las corruptelas. Por cierto, nada tan pernicioso como el “todos son iguales”.

A los más escandalosos casos de corrupción política y económica, reservada para determinadas élites, se añaden numerosas prácticas de clientelismo, enchufismo, tratos de favor, fraude... de menor escala pero que alcanzan a un más amplio abanico de sectores, cargos públicos y personas, generando un caldo de cultivo que permite asimilar mejor la corrupción y hacerla más soportable socialmente. Con cierta naturalidad se admite o tolera que un político enchufe o dé un trato de favor a su cuñado, a su amigo o a su compañero de partido. A partir de ahí, subiendo en la escala, se llega a la financiación ilegal del partido y/o al enriquecimiento obsceno a costa de lo público.

Como ejemplo, llama la atención la cantidad de tertulianos contratados en los medios de comunicación, a pesar de que atesoran en su entorno algunos sonados casos de corrupción, sin que ésto sea motivo de escándalo.
Llenaríamos muchas páginas con los gravísimos casos, de uno u otro partido, que hemos ido conociendo durante los últimos decenios. Se trata lógicamente de los partidos de gobierno, especialmente de aquellos que han permanecido de forma continuada en el poder, sea estatal, autonómico o municipal. En muchos casos con intentos populistas de tapar sus delitos envolviéndose en la bandera, sea española, catalana, andaluza o valenciana.
Hay pocas instituciones a las que no haya alcanzado algún caso importante de corrupción. Desde la propia Corona, siempre amparada por la injustificable y trasnochada inviolabilidad, y protegida por el gobierno de turno y el resto de instituciones o la prensa, tan cortesana durante décadas. Hasta diversos ministerios, gobiernos autonómicos o locales. Incluso la Guardia Civil ha tenido casos bochornosos.

Este tipo de corrupción casi siempre gira en torno a contratos de suministro, obras o servicios, las recalificaciones urbanísticas... Especial mención hay que hacer a la corrupción (siempre presunta) relacionada con la adjudicación y gestión de grandes contratos, donde abundan las cláusulas leoninas para la administración y de la que se derivan enormes beneficios para las grandes corporaciones. Transporte, limpieza, concesión de obra pública, infraestructuras, agua... Por cierto, cabría preguntarse porqué hay tan pocos empresarios condenados por corrupción cuando es evidente que para la existencia de un corrupto es imprescindible también la de un corruptor. Además de cómplices que actúen por activa, participando en el delito, o por pasiva, dejando hacer, mirando para otro lado.

Se trata de prácticas que a menudo enlazan con las denominadas “puertas giratorias”, la larga permanencia de un mismo partido en los gobiernos, la profesionalización de la política, en la que cada vez abundan más quienes sólo se han dedicado a ella y jamás han ejercido ninguna otra actividad, o la proliferación de asesores y conseguidores sin más oficio que mediar en negocios no siempre recomendables.

Pero esta corrupción solo es posible cuando fallan los mecanismos de control en la gestión pública. Muchas veces en la Administración se vela más por la adecuación formal a la ley que por la propia legalidad sustantiva. Esta diferencia constituye un agujero por el que acaba colándose tanta podredumbre. Hay que proteger a quien denuncia la corrupción. También a los buenos y honrados funcionarios que asumen su deber de cumplir y hacer cumplir la ley, para que no tengan que sufrir persecución, en forma de agravios o discriminaciones, por hacer bien su trabajo, algo que desgraciadamente es más frecuente de lo deseable.

Habría que esperar que tras el ruido y el griterío del “y tú más” hubiera una reacción de compromiso cierto para poner coto, no solo con medidas legales que luego apenas sirven, sino también con prácticas y cambios reales que de verdad, más allá de las falsas palabras, signifiquen tolerancia cero con la corrupción. Y por supuesto se necesita un cambio social que rechace cualquier comprensión, aceptación o pasividad hacia las prácticas corruptas y a quien las protagonicen.

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Columnista
Miguel Martín Velázquez

Portavoz de Podemos Granada

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