viernes 3 mayo
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González LXII) (6-11-2015)

El ciudadano perruno Igor González (LXII)

Igor González, el ciudadano perruno, está sentado con su señor padre en el salón principal de su señorial mansión alhambrina. El mes de noviembre ha llegado cargado de lluvias y un frío que todavía no congela las carnes y huesos humanos. Granada se ve desde allí como una visión mágica. Como una visión recoleta y espléndida. Y el padre del perruno comienza los dos relatos de ese día cargado de una lluvia que se alterna con unos rayos solares que todavía pican caloríficos…

“La cafetería siempre es lo más parecido a una clínica psiquiátrica. A una casa de locos. A uno de esos hermosos manicomios repletos de orates. Su dueño debe de ser un imán para todos los chiflados del lugar y de otros lugares. Es un buen hombre el dueño de la cafetería, pero atrae a los chalados de atar y a los que no están de atar. Atrae a todos los dementes. Y aunque nunca jamás ha trabajado de loquero ni de psiquiatra. La cafetería es un lugar idóneo para tomar café o alcohol, sino que es el sitio pertinente para pasar un buen rato viendo las retransmisiones deportivas que se dan por las cadenas de televisión de pago. Sobre todo, el fútbol. En la cafetería van forofos del Real Madrid, del Barcelona, del Valencia e incluso del Betis. Menudo follón se monta con los partidos de los sábados y domingos. Y con los de las competiciones europeas. El dueño de la cafetería, hincha del Valencia, en esos días pone la música tan alta que el ‘Hala Madrid’ lo puede oír la estatua de Rocío Dúrcal, la que está en medio de la Plaza de España. La cafetería se parece a un Arca de Noé llena de enejenados. Y yo soy uno de ellos.

Mi locura empezó cuando me despidieron de mi casa. Mi mujer, una buena mujer de su casa, se había enamorado del presidente del Gobierno. Y el presidente del Gobierno sin enterarse del asunto. Normalmente, un presidente de Gobierno no suele enterarse de aquellas mujeres que se enamoran de él. No está en esas cosas. Está en lo del desempleo, en los Consejos de Ministros, en comer con el Rey en las recepciones regias y en las cosas de gobernar y administrar con la equidad del que ha sido elegido por el pueblo soberano. Sólo el Primer Ministro de Italia, dicen que se entera de las buenas mujeres de su casa que se enamoran de él. Y que son muchas al parecer. Pero a lo que vamos en este relato tan tierno de locos y de locas, a mi locura, una loquez loca que me ha llevado a ir a tomar café o coca-cola a la cafetería en la que se reúnen a diario todos los locos y locas que están tan orates como yo mismo. Locos inducidos a la locura. Y locos de locura propia a los que nadie los indujo a estar como un sonado cencerro cantarín. Y locas de variados pelajes. E incluso a algunas que enseñan sus entretelas y lindezas femeninas. Unas locas que son deliciosas. Y no porque enseñen sus largas piernas sin vello o sus tetas inhiestas y grandes con la ayuda de la silicona o sin ella. La cafetería, esto es cierto, es un Arca de Noé con locos de dos en dos. Un arca que todavía no se ha posado en una montaña porque ya haya dejado de llover. Los locos, dicen que nunca llueve a gusto de todos los locos.

Ayer domingo, un loco con un cayado para andar loqueando sin rima ni concierto lo dejó aparcado en esa parte que todas las cafeterías tienen para dejar cayados, bolsos femeninos, paquetes de tabaco rubio o negro, bolsas de plástico con melocotones o carne para hacer albóndigas, paraguas y carné de identidad, y el dueño de la cafetería, esto es, se lo escondió en la caja de herramientas de madera que tiene con martillos, tenazas, destornilladores para arreglar, por ejemplo, la alcayata que sostiene un cuadro. Y el loco enloqueció hasta llamar a la Guardia Civil. Llamó a una Guardia Civil que es responsable y que atiende a todas las demandas de las ciudadanas y de los ciudadanos cuando éstos, ellas y ellos, están en peligro o se han conculcado sus derechos ciudadanos. Aunque los agentes de la Guardia Civil, no encontraron el cayado andarín del loco con cayado de madera para espantar las moscas, los niños que se mofan de él y los perros atados con longaniza que pululan por las calles y las plazas de esta comunidad de locos sueltos y sin atar.

El dueño de la cafetería se descojonaba de la risa. Y mientras el Real Madrid metía goles en su gran estadio lleno a rebozar. Yo, aún más loco por lo que veía, me tomé un café y después una coca-cola. El loco del cayado paseaba entre las mesas de la cafetería buscando el cayado. Y yo sin saber que al loco no le importaba nada encontrar su cayado. Y ya que lo que realmente le importaba al loco era dar vueltas y vueltas por entre las mesas de la cafetería. Y con la cara del que ha perdido un hijo de corta edad. El loco del cayado, incluso se le notaba que se estaba meando pata abajo o pata arriba, pero él no cejaba en buscar su cayado muy callado y sin molestar a la extraordinaria clientela que estaba viendo por la televisión el partido de fútbol. A final, el loco del cayado perdido se perdió por algún lado. Y el dueño de la cafetería colgó el cayado en su vitrina de objetos birlados a los locos que son clientes asiduos de su cafetería. Pagué lo que había consumido y me fui a mi casa. Y por el camino, sopesé que nunca llevaré a la cafetería a ninguno de mis amuletos que confirman que estoy loco de atar, concretamente a la víbora de Gabón que duerme conmigo por las noches en mi cama y la careta de burro con enormes orejas que me regaló el presidente del Gobierno y cuando finalmente se enteró que mi mujer, una santa y buena mujer, se había enamorado locamente de él. Y que por eso me echó de mi casa y posteriormente solicitó y obtuvo el divorcio.

Como ahora estoy mucho menos loco, he cambiado de cafetería. En la cafetería que he empezado a ir a tomar café y coca-cola todos los días, sólo van personas cuerdas. Allí no se hacen loqueces. Allí se juega a la ruleta rusa del café y a beber licores envenenados. Todos los días salen de la cafetería varios y varias con los pies por delante. ¿Asesinados? No. Jugadores de la ruleta rusa y del veneno. Aunque el café y la coca-cola son más baratos. Merece la pena ir a la nueva cafetería, es muy espaciada y limpia. Iluminada. Y también merece la pena ir, porque algo se ahorra todos los días. Están los tiempos regulares. Y además, la emoción de que te envenenen es alucinante. Aunque añoro al dueño de la cafetería antigua, él sí que es un loco de atar”.

“La habitación no es muy espaciada. Tiene una ventana que da a los ruidos canallas de la calle. Y una chimenea. Está orientada al Este. Y por las mañanas el sol amanecido entra por ella como si fuese un amigo antiguo que penetra en la morada sin llamar. El sol se despierta allí. Y una vez que ha superado la alta barrera que significa la montaña que está enfrente de mi casa. El Zahor, se llama la montaña. Y está constituida por dolomías grises con matorrales verdes oscuros y pinos desangelados. Por las tardes, cuando el sol ya es ocaso con tonos naranja, la montaña se vuelve de una tonalidad anaranjada o rojiza. Es impresionante la despedida de la montaña al sol. La montaña se vuelve una roja naranja enamorada que lo despide con un hasta mañana. Y que es un fiel y simple recordatorio amoroso e impositivo para que el sol, al día siguiente, también se ponga por ese Oeste que es un plantel igualmente de colores muy anaranjados.

La habitación está poblada por una mesa de camilla espaciada. Un sofá cargado de libros y papeles. Un sillón desvencijado que está cubierto por una tela amiga de color rojizo. Cuatro sillas tapizadas con tela de otro mundo. Unos anteojos que me regaló un tipo que estaba mucho más loco que yo. Y algunos variados cuadros colgados en sus paredes blancas de una cal vetusta y antipatriota con los ojos que las miran con bondad y conformismo. Los cuadros variopintos, la mayoría los pinté yo, son tres de mi amigo Juan Vida. Mis cuadros son reflejo de mi loquez manifiesta. Y los de Juan Vida son producto de su gran talento pictórico. En esta habitación sin vista al futuro, están prohibidas las moscas. Aunque algunas vuelan por contradecirme expresamente. No las mato ni las fumigo, simplemente abro la ventana para que vuelen en la espaciosa plazoleta que se abre ante la ventana. Y que tiene un recio algarrobo legionario plantado en ella como los Tercios de Flandes, esos que arrasaron Europa en otros estadios temporales de reyes austriacos a los que nunca se les ponía ni el sol ni la luna.

La habitación es mi refugio para comer. Y también para escribir. Ella conoce mis pasos y sabe que enciendo poco la televisión. Y la enciendo poco para que no se me cuelen allí asuntos televisivos poco deseados. Encima de la televisión está el mejor de los programas, los retratos de mis hijos. Tiene dos alacenas en las que guardo libros sin afán de conseguir una biblioteca que una vez muerto la tengan mis hijos que tratar monetariamente con alguna institución y como se trata la venta o la compra de un raro pollino. Espero de todo corazón que mis hijos se repartan los libros variados como buenos hermanos. Y para que las instituciones, las que sean, se queden con treinta o más palmos de narices. Y sin regatear. Aunque poniéndome como las hojas de perejil porque no les legué los libros de forma desinteresada. Las administraciones nunca me han legado nada a mí. ¿Por qué debo yo de legarles algo a ellas? Y además, las administraciones no saben leer. Sólo saben gobernar mal. Y sobre administrar, aún lo hacen peor. Yo no soy importante. Y mis libros no entenderían lo de donarlos. ¿Las administraciones han leído, quizá, a Charles Bukowski? ¿A Francisco Barajas? ¿A Cesare Pavese?

La habitación es cantarina. Y en el verano los grillos dan el do de pecho todas las noches desde la calle. Aunque la habitación también es musical. Y porque yo siempre que puedo escucho en ella a Mozart. Karajan es el encargado de dirigir. Y de que yo escuche a Mozart en las penumbras de las tardes del otoño. Y cuando el agua cae mansa a jarros desde unas nubes preñadas de agua. Esas aguas que son la última y aguada esperanza para los árboles verdes del huerto. La habitación también resuma el amor de mis hijos. Y en ella nos comemos el arroz con caldo del domingo. Ese que nos sabe a poco, sobre todo a mi hijo Alejandro, que es capaz de comérselo todo. Un arroz que Luna y Claudia amorosas me dicen que está muy apetitoso con esas costillas de cerdo y con esos muslos de pollo. Sobre las alcachofas, mis hijos siempre me regañan. No saben que son esenciales para el arroz que nos une alrededor de la mesa de camilla espaciada y con un tapete plastificado sobre ella que tiene cuadros rojos y blancos a juego como la enseña de Croacia. La habitación cuando solo estoy yo en ella, sus paredes blancas me hablan de mis hijos. Ellos son la única cosa de este mundo que me une a la vida de este mundo. Y en la habitación, cuando silenciosos nos miramos las paredes y yo, nos sonreímos con la sana y bella complicidad de los que son simbióticos. La habitación no me debe nada. Y yo tampoco le debo a ella lo más mínimo. Yo soy el cuerpo. Y ella es el caparazón de un molusco. Ella me acoge. Y yo la limpio con la disciplina que aprendemos los solitarios. Aunque, a veces, ella me recomienda que le diga a esa rubia espléndida que venga a comer arroz cuando mis hijos están ocupados en otros menesteres y no han llegado el fin de semana con ansia de arroz caldoso. La rubia está de muerte. Y el arroz también. Es sensato señalar con precisión que si la rubia viene a comer arroz, yo me la comería a ella. Y con su complicidad. Para degustar una rubia, siempre hace falta su complicidad”.

Existe en la escala de valores del ciudadano perruno Igor González, una admiración fiel hacia la figura de su señor padre. El perruno cree que su señor padre es un narrador que conjuga mucha imaginación con una rotura total con todos los cánones habidos y por haber en lo narrativo. Esos cánones que defienden los puristas que son academicistas. El perruno ciudadano Igor González, va caminando por las calles estrechas de la localidad en la que vive con sus hijos en el Valle de Lecrín. Y a esas horas tardías, observa que allí se respira una paz que, a veces, no es nada silenciosa. La plaza principal por las tardes ladra como un perro infantil que juega a ser un can orate o como una gata enamorada que ha perdido la cabeza por un gato macho con barba y bigote. Ese minino hombretón que fuma puros habanos y bebe brandy en vaso ancho por los bares ancestrales de un pueblo con el recio abolengo de ser una localidad tranquila como la piedra redondeada que adorna el borde de un camino de tierra que conduce al olvido de todas las cosas que envejecen, a las que dan dolores de cabeza, a las que producen malaleche y a las que sencillamente dan una mala hostia de mil pares de testículos con una patada en los mismos.

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