lunes 29 abril
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González LXVI) (20-11-2015)

El ciudadano perruno Igor González (LXVI)

El ciudadano perruno Igor González, soñador y despistado, camina hacia la mansión de su señor padre. Va contento. Sopesa para sus adentros que no es feliz. Aunque tampoco es infeliz. Y al caminar, despacio y como si estuviese flotando, va observando el culo de una mujer joven, muy joven, que va delante de él embutida en unos pantalones vaqueros tan estrechos como los estipendios de los mileuristas trabajadores españoles. La mujer joven posee un culo apretado cartaginés. Lleva suelto el pelo castaño. Posee unos ojos tan grandes como dos planetas enanos. Y es sencillamente preciosa. Una delicia. Una de las únicas verdades españolas: lo esplendorosa que está y lo bella que es la joven. Como al ciudadano perruno solo le gustan las mujeres, esta joven mujer es muy atractiva para él. Se le van los deseos de amarla al perruno a las Témporas. A ese rincón oscuro de los deseos que jamás se realizan por imposibles. Y fantasea el perruno que morir en brazos de la joven mujer de los ojos planetarios enanos, será como irse del mundanal con los deberes hechos en ese laberinto intrincado e incierto que es el amor entre una mujer y un hombre.

Y su padre lo recibe con amoroso cariño. Lo mima. Lo observa con amor paternal. Le escancia una copa de vino. Le ofrece jamón y queso. Y comienza a relatarle los relatos de ese día…

“La carretera era una recta inmensa. Y la llanura por la que circulábamos no se alcanzaba a ver su final. Unas montañas grises y veladas se podían adivinar en la total lejanía. Aunque la llanura parecía infinita. La llanura bestial era de color amarillo. Y no se advertían signos de haber sido alguna vez cultivada. No se divisaba ni un solo promontorio que asaltase la monotonía de unas tierras planas. Y nuestro coche debía de estar tan cansado y monótono como nosotros mismos. Y por tantas planicies infecundas. Ni un solo árbol rompía la monotonía del amarillo que se divisaba cansadamente. Sólo algunos arbustos ralos sin flores estaban esparcidos por esta llanura inmemorial. Y por la que ahora discurríamos en su temible carretera pesada, estrecha y con tantos baches que eran imposibles de contar. Mi hijo Luis se impacientaba. Estaba muy tenso. Y en un ataque casi histérico, nos dijo que se orinaba irremediablemente. Que parásemos porque se meaba dentro del automóvil. Paramos.

Íbamos a la localidad de Marbella para pasar unos días de vacaciones. Y nuestro BMW protestaba también. Daba tirones al conducirlo. Algo le estaba pasando. Esto estaba claro. Pero yo no entendía en absoluto de mecánica. Y había que llegar pronto porque el calor era tan denso e insoportable como estar dentro de la caldera de un horno. El aire acondicionado del coche estaba estropeado. Al ponerlo en marcha me di cuenta de ello. Y le achaqué a esta circunstancia mecánica los tirones que daba el BMW.

-Cuando lleguemos que lo mire un mecánico- pensé yo.

Mi hijo Luis protestaba por el calor. Y aún a pesar de que llevábamos abiertas las cuatro ventanillas. Al fin, la llanura se acabó por completo. Y atravesamos las montañas grises y veladas que intuíamos. El mar ya lo divisábamos. El viaje llegaba a su fin. Y los tirones del coche ya eran importantes e insufribles.

El Club Náutico de Marbella era espectacular. Tenía una pequeña playa de arena muy fina para que los socios se bañaran, pero en la realidad todo el mundo la usaba para sus baños. El mar era azul. Y su profundidad escasa. Había que adentrarse muchos metros para que el agua cubriera a las personas adultas. En el fondo de su fina arena grisácea se criaban unas almejas que todo el mundo cogía. Y que nunca llegaban a ser grandes o adultas por el hecho de cogerlas. Unas cervezas en la barra del bar del Club Náutico, con el bañador todavía mojado, refrescaba hasta a los náufragos. Y unas tapas de atún rojo a la plancha, revivían a todos los náufragos que hubieran muerto ahogados entre olas gigantescas. Los motivos marinos enmarcados en cuadros, también eran espectaculares. Y así como el barco de siete metros de eslora de mi cuñado. Y que lo tenía atracado y amarrado en el muelle espaciado del Club Náutico. Algunas excursiones marinas, fueron memorables con pesca incluida.

En aquel día, después de las cervezas, me compré una gorra con visera con el escudo del Club Náutico. Y le compré otra a mi hijo Luis. Eran de tela azul vaquera. Y tenían la visera de cuero marrón. Yo me la he puesto hasta después de estar divorciado. Y a mi hijo Luis jamás se la visto puesta. A mí me gustan las gorras y los sombreros, aunque no soporto que nadie me invite a nada. A mí me gusta pagar. Tiempo después, le volví a comprar otra gorra de color rojo inglés a mi hijo Luis. Y tampoco se la he visto puesta nunca. Definitivamente a mi hijo Luis no le deben de gustar las gorras. Y mí lo que sí me gustaba, era la mojama del Club Náutico de Marbella. Y las almendras fritas con sal. Y lo que no me atraían nada, era tantos exógenos europeos en bañador.

A la vuelta de Marbella, comenzamos el viaje antes de que saliera el caluroso sol porque no le habían arreglado el aire acondicionado al BMW. Y volvimos a pasar por las montañas grises y veladas que de cerca eran verdes. Y otra vez comenzamos a discurrir monótonos por la carretera estrecha que se asemejaba a una serpiente oscura tendida al sol de la llanura infinita. Al llegar al Valle de la Alegría, volví al trabajo en la gran ciudad. Y aquí le compusieron el aire acondicionado al BMW. Y lo que no pude recomponer ni arreglar, fueron las terribles diferencias que tenía con mi mujer. Al poco tiempo nos separamos. Ella conoció a un tipo ‘peluquillas’. Y yo me fui a vivir con el perro”.

“Pedro Lendinez buscó una cuerda. Una cuerda fuerte que aguantara su peso. Y se dirigió al huerto para colgarse en una de las higueras. A Pedro Lendinez lo había condenado un juez. Y sin preguntarle a él por lo que se le acusaba. Y se le acusaba y se le condenaba por no pasar la pensión alimenticia de sus hijos. Pedro Lendinez se había divorciado. Y después de que su entonces mujer lo acusara de una serie de cosas que iban desde malos tratos verbales y físicos con ella. Y de lo mismo con sus hijos. Pedro Lendinez fue el último en enterarse que su ex mujer, todavía su mujer cuando ésta presentó la demanda de separación y posterior divorcio, se había enrollado con otro hombre. Y se le condenó sin escuchar su versión de los hechos. Aunque Pedro Lendinez tuvo la culpa por firmar rápidamente los papeles de la separación y posterior divorcio.

Ahora que ya habían pasado los años, cuando Pedro Lendinez había satisfecho todos los meses una cantidad por la manutención de sus hijos y por más cosas como paga a ellos semanal y compra de ropa y otros menesteres cuando éstos se lo requerían, ahora un juez sin escucharlo lo vuelve a condenar a pagar atrasos y una serie de euros por pensión alimenticia. Y sin conocer lo que Pedro percibe al mes por su trabajo. Pedro Lendinez, idiota sin ser idiota, todos los meses le daba el dinero a sus hijos sin recibo. Sin ingresar en una cuenta corriente a nombre de su ex mujer. Y para tener el documento fehaciente de los pagos efectuados todos los meses. Ahora Pedro Lendinez reconoce que es idiota sin ser idiota. Y por eso iba a colgarse con la cuerda de la higuera de higos blancos, esa que estaba orientada al sur del huerto.

Se subió a la higuera. Anudó la cuerda a la rama más gruesa. Y se bajó de la higuera para hacer el nudo mortal que iba a acabar con su vida por idiota sin ser idiota. La silla de anea para subirse y ahorcarse, ya la tenía preparada debajo de la higuera. Aunque Pedro Lendinez pensó que no había que tener tanta prisa en lo de colgarse. Y que se iba a fumar el último cigarrillo de su vida. Sacó el paquete y asió el cigarrillo y encendió su mechero. El humo lo reconfortó. Miró al cielo azul tan límpido de esa mañana. Vio a los pájaros que revoloteaban en los otros árboles del huerto. Sonrió. Y se tiró un pedo enorme que le produjo una gran satisfacción. Y sopesó, que no se iba a colgar ni del cuello ni de un dedo del pie. Y que lo que iba a hacer era presentarle cara al feo asunto injusto por el que su ex mujer lo había demandado. Y comenzó a reírse a carcajada limpia. Y a comprender el por qué de la actuación de su ex mujer: Su ex mujer era tan corta de ideas que sólo en ella primaba lo primario que representa el dinero. Y volvió a subirse a la higuera para deshacer el nudo anudado en ella. Y al bajarse quitó la silla de anea de debajo. Pedro no bebía alcohol de ningún tipo, pero ese día se bebió una botella de cava que le había regalado su empresa por Navidad. Y que la guardaba para una ocasión solemne.

Una parte muy importante de la vida, sopesó Pedro Lendinez, es la suerte de encontrar una mujer que nos merezca. Y que nosotros merezcamos. Una persona de honor jamás se negaría a darle a sus hijos lo que es de cumplida obligación. Cuando no se tiene nada, sopesaba Pedro Lendinez, por no tener trabajo, es poco probable poder satisfacer las obligaciones contraídas. Y Pedro Lendinez también pensó que iba a enmarcar la cuerda y ponerla en un lugar prominente de su humilde casa. Y para que siempre la tuviera a vista por la barbaridad que estuvo punto de cometer. La vida es maravillosa. Y cuando has conocido que tu mujer no te merecía ni por asomos. Luce muy bien la cuerda enmarcada que preside un testero del salón. Y es muy decorativa. Lástima que existan mujeres, pocas cree Pedro Lendinez, que sean tan mercantilista como su ex mujer. Y que ahora vive feliz con una persona que se la debe de merecer”.

“Alexander Povolew no pudo contenerse. Chantal Florance estaba tan cerca de él que la olía y notaba como palpitaba su corazón. Y le mordió en el cuello profundamente. Chantal Florance se desvaneció en sus brazos. Y Alexander Povolew pudo chuparle su sangre a placer. Fue un mordisco largo y espaciado. Y cuando terminó de su boca caían dos pequeños y delgados hilos de sangre. La palidez blanca de Chantal Florance destacaba junto a lo pálido casi sonrosada y amarillento que siempre poseía Alexander Povolew. Chantal Florance tenía su cuerpo estaba como desmadejado sobre el sofá del salón. Alexander Povolew la contemplaba con sus ojos enrojecidos. Y al fondo del salón, la encendida chimenea le daba a la escena unos colores muy velados con una semioscuridad también muy pálida. Alexander Povolew suspiró. Y volvió a mirar a Chantal Florance. Ella todavía tardaría varios minutos en salir de su estado casi comatoso. Y Alexander Povolew, encendió un cigarrillo. No entendía el vampiro muy bien como había podido morder a su prometida. Y pese haberse juramentado con él mismo que esto jamás ocurriría.

Alexander Povolew, después de fumarse el cigarrillo, se acercó al bar del salón y asió con sus manos largas de dedos y uñas muy cuidadas la botella rechoncha de cristal de Bohemia rellena con el güisqui de Escocia de 20 años que le había regalado Franz Wranh, otro vampiro. Y se escanció una excelente dosis del licor en un vaso corto tallado y ancho del mismo cristal de Bohemia. Alexander Povolew no podía renegar de su espíritu de culpabilidad. Y máxime cuando veía a Chantal Florance tendida en el sofá amarillo del salón.

Alexander Povolew miró el marco de oro tallado con espirales irregulares y flores en ramillete y en el que se podía apreciar la imagen de Chantal Florance. Estaba Chantal Florance, en la fotografía, sentada en el suelo. Y debajo de un árbol con unas ramas enormes que ascendían hacia un cielo azul clamoroso. Y vestida con unos pantalones cortos que dejaban observar la esbeltez de sus piernas maravillosamente contorneadas y largas. Chantal Florance parecía feliz en la fotografía. Y su mirada estaba perdida hacia el paisaje contrario al objetivo de la cámara fotográfica. Aquella fotografía de Chantal Florance la tomó su padre el día en que Chantal Florance cumplía su mayoría de edad. Chantal Florance estaba maravillosa en ella. Y sus ojos eran tan azules como el cielo que la cubría. Alexander Povolew reprimió un suspiro. Y mientras dos lágrimas le caían de sus ojos rojizos y en los que no se advertía nada de humanidad.

Y Alexander Povolew volvió a morderle el cuello a Chantal Florance. No pudo contenerse. Y Chantal Florance, ya sin sangre en sus venas, expiró silenciosamente sin emitir ni un solo quejido ni palabra alguna. Chantal Florance estaba de nuevo en los brazos de Alexander Povolew. Y Alexander Povolew no podía dejarla de nuevo en el sofá amarillo del salón. Y se la acercó aún más a su pecho sollozando. Por fin pudo dejar a Chantal Florance sobre el sofá amarillo. Y volvió a encender otro cigarrillo. Y se escanció otro güisqui. Bebiendo comenzó a reír como un poseso. Y mientras Chantal Florence se levantaba del sofá amarillo enseñando desnudos sus nuevos y afilados colmillos de vampiresa recién convertida. Chantal Florance se abalanzó amorosa sobre Alexander Povolew y le mordió profundo en su yugular. Después ambos copularon en la espléndida alfombra persa que cubría todo el salón. Alexander Povolew le había dado la inmortalidad a Chantal Florance .Y ésta copulaba con él dando pausados suspiros profundos. Chantal Florance miró profundamente al fondo de los ojos de Alexander Povolew y quedamente le dijo que lo amaba. Y Alexander Povolew sonrió y la mordió también. Más tarde, cuando los dos estaban saciados de sangre y de coitos, Chantal Florence le sonrío a Alexander Povolew. Y mientras le susurraba a su oído que así sería por todos los tiempos. Alexander Povolew asintió. Volvió a encender otro cigarrillo. Y sopesó callada y socarronamente que él jamás padecería ningún cáncer de pulmón. Fumas demasiado, le volvió a susurrar Chantal Florence. Y Alexander Povolew apagó entre sus manos el cigarrillo. Soy bastante vicioso, le contestó con la sonrisa cínica de un vampiro ruso que es demasiado guapo”.

El ciudadano perruno Igor González está sentado en un banco. Espera el autobús. Y se pregunta mentalmente para sus adentros, que cómo será capaz su señor padre de crear tantos y dispares relatos.

-Es un misterio- se dice el perruno a sí mismo.

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