viernes 3 mayo
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Relatos cortos sin recortar (El Nacimiento infeliz) (22-12-2014)

El Nacimiento infeliz

 

El buey era bizco. No de cornamenta, sino que era estrábico de los dos ojos. De pelaje ralo marrón. Con sus cuernos mochos. Tan viejo como un río seco. De osamenta dura como un pedregal de secano. Y con sus carnes tan escuálidas, que no eran propias para hacer ni un caldo ni una parrillada de chuletas.  Y su mirada estaba perdida en el techo del establo. Esa cuadra que era la antesala de la Gloria o el Maternal de Dios verdadero.

 

La mula tenía cara de borrica. Se parecía más a su padre asno que a su madre yegua. Sus orejas eran como las de los conejos gigantes de los cuentos infantiles. Los ojos pardos se confundían con dos carbones apagados. Tenía una dentadura inmensa que nunca sería anuncio de ningún dentífrico. De vez en cuando coceaba. Poseía un relincho mular que no era ni de caballo ni de pollino. Y remiraba con la mala hostia de tener pocos amigos.

 

Había allí unos pastores de cabras mucho más pobres que los lagartos verdinos azulados del desierto del Sinaí. Eran una panda de indocumentados analfabetos mugrientos. Iban vestidos de harapos y con largos cayados de madera. Estaban silenciosos, boquiabiertos y felizmente maravillados con los dos ángeles y sus espadas de fuego. Sus dientes eran de color amarillo. Y por sus barbas jugaban al escondite los piojos negros como monos.

 

San José era carpintero de ataúdes, puertas y ventanas. Toda su vida la llevaba con un formón y un escoplo entres sus manos. Fumaba celtas cortos traídos desde Hispania por las legiones romanas. Sus callos en las manos eran duros como pequeños galápagos. Su voz tenía las propiedades roncas de los que beben aguardiente por las mañanas. Un rudo que no copulaba y lijaba la madera para ganarse la vida. Aunque era el padre de Dios.

 

María era tan casta y pura como un bebé. Aunque el Espíritu Santo le había gastado una putada dejándola embarazada hasta los mismos ojos de su cara bellísima de Virgen que después saldría en las procesiones de la Semana Santa mundial. Una mujer sencilla y muy hacendosa que sabía barrer, cocinar y pegar botones en los ropajes de su esposo José. Madre que limpia amorosa el culo a Jesús, niño Dios humano para ser crucificado.

 

Melchor era rey de los metales con fundiciones en todo el mundo conocido adentro del Imperio Romano de Occidente y Oriente. Rey mago sin parangón. Y porque sabía hacer como nadie esos maravillosos juegos malabares que arruinan a la competencia adentro del sistema de libre mercado de la antigüedad. Y que le regaló al Niño Dios variadas y magnificas onzas de oro con la cara de Octavio César Imperador, otro dios pero pagano.

 

Gaspar era rey de las especias con factorías variadas en Occidente y Oriente. Rey vidente de las revistas antiguas del corazón, aunque sin que en ellas saliesen artistas cabareteras, astros del celuloide o paquirrines musicales sin peluca y tan orondos como una foca que es madre preñada. Era el nigromante que le regaló a Jesús incienso para que la cuadra no oliese a los pedos del buey y de la mula. Un tipo feliz amigo de viajar una vez cada año.

 

Y Baltasar era el rey negro del baloncesto y de la mirra olorosa, otra especia hecha liquida para untarla en el cuerpo después de jugarse un partido de basket contra esbirros del rey cabronesco Herodes. Un hechicero con el balón en las manos y máximo encestador de la liga de Oriente Medio. Y al que le venían pequeños los camellos, le arrastraban los dos pies por el suelo, porque medía de estatura más de dos metros. Un tipo simpático.

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