martes 7 mayo
Opinión  |   |

Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González LXV) (16-11-2015)

El ciudadano perruno Igor González (LXV)

El ciudadano perruno Igor González escucha a su padre atento y silencioso. Y su señor padre, muy lenguaraz, le proporciona los relatos de este día sin lluvias, pero con frío otoñal…

“Tenía las piernas estiradas sobre una silla. Y estaba sentado en el sillón del cuarto de estar de su apartamento. Pensaba que la pintura del techo, otrora blanca, ahora estaba de un color amarillento cirio por las goteras acuosas que vienen directas del tejado de la casa. El tejado del apartamento está como el colchón de un loco de atar. Y dado que los gatos de la vecindad lo tienen como tálamo nupcial. En él, en el pobre y revuelto tejado de tejas revueltas, los gatos copulan con esos maullidos que parecen ser los últimos que van a maullar antes de estirar la pata porque ya se han cumplido las siete vidas que tienen los gatos copulando con las gatas. Unos sonidos que al oído humano le parecen como muy ariscos. Maullidos amorosos. Y no lo serán ariscos porque después, al poco tiempo, me encuentran en los tejados una enorme camada de gatos pequeños de varios colores de piel también maullando, pero de hambre porque su madre gata se ha ido de cacería de ratones, lagartijas, pequeñas culebras o pájaros incautos.

El techo del cuarto de estar, desde luego, está como la sábana sucia de un fantasma que sólo tiene una sábana que no puede lavarla porque entonces el fantasma enseñaría sus interioridades fantasmales, sus transparencias espectrales de un ser que sólo es espíritu actual, pero que en la anterior vida humana pudo ser una criatura humana anormal o muy corriente. Un asesino en serie o un político honrado que se ganaba la vida como culo parlante en un hemiciclo cualquiera de un Estado democrático cualquiera.

El techo necesita una mano de buena pintura. Y para que se escondan sus insuficiencias de blancura, ese color albo lúcido que lo debió de caracterizar antaño. Estiro mis piernas sobre la silla y decido dormir un rato. El día ha sido fuerte. El trabajo me ha absorbido gran parte de mis energías y estoy escribiéndole poemas al amor a una tía que no me hace ni puto caso. Se me cierran los ojos. Me pesan. Y veo a la tía en mis fantasías. Y la beso. La beso y la toco con mis manos despacio. Y ella corresponde a mis besos. Me besa con una pasión inusitada. Al despertarme, la boca la tengo seca. Y la erección que tengo es bestial. ¿Por qué soñamos con las tías y tenemos sueños eróticos que parecen reales? ¿Llevará Freud razón porque somos bebés aunque ya tengamos muchos años cumplidos?

Me vuelve a venir a los ojos la desazón blanca del techo. El amarillo de algunas partes lo comparo con unos gusanos gualda con manchas de moho. Unos gusanos que están extendidos plácidamente sobre todo el techo del cuarto de estar. Tan campantes y plácidos. Y no miro al techo como a un enemigo feroz, sino que lo veo como algo amigo que me cobija. No tendré más remedio, que pintar el jodido techo otra vez con un blanco de cal que tape a los gusanos. Se me están durmiendo las dos piernas de tenerlas extendidas en la silla. Y noto que la temible erección sigue. Y que quizá también tenga que blanquearla”.

“Franz Hajek estaba fumando. Le daba terribles chupadas al cigarrillo. Estaba sentado en uno de los brazos del sillón. El sillón estaba situado junto a la chimenea de la cocina de su casa. Y no estaba nervioso. Franz nunca se ponía nervioso, y a pesar de que la vida lo trataba mal. Vivía solo desde que su mujer se marchó con otro. Franz Hajek no tenía celos ni soledad. Tenía una vida en paz. Y su prioridad en estos momentos actuales era ver la televisión. La pública y la privada. A Franz Hajek, eso le decían sus amigos, de tanto consumir televisión se le había ido la cabeza al planeta programación. Pero Franz Hajek no tenía otra cosa que hacer. Y no iba a volver a enamorarse para que el enamoramiento le volviera a salir rana. Franz Hajek se decía, a sí mismo, que jamás volvería a saber nada de los bellos colores con los que se confeccionan las bragas de las mujeres de ahora. Y que ya no le gustaba nada lo de una buena bajada de bragas. Se había vuelto Franz Hajek algo descreído con el amor. A primera vista y a la segunda. Y por esto, eso se decía él, fumaba tantos cigarrillos al día. Diez paquetes al día. Y a veces aún más.

El humo subía por el cañón de la chimenea. Y Franz Hajek lo observaba con cara de imbécil. Pensaba con cara abstraída Franz Hajek que el humo llegaría hasta el infinito. Y por eso cuando acababa un cigarrillo, volvía a encender otro y otro. En un rato largo abstraído, Franz Hajek podía fumarse un paquete de veinte cigarrillos. Y siempre pensado que el amor ya se había acabado para él. La cocina de su casa olía a humo. Y el humo le producía un gran picor de ojos. Y porque Franz Hajek tenía una alergia crónica que el médico la diagnosticó como conjuntivitis en ambos ojos. Franz Hajek también pensaba, cuando dejaba de pensar en su ex mujer, que el tabaco no lo mataría nunca. Que sería el humo el que lo mandaría a la tumba. A Franz Hajek sus amigos lo llaman imbécil, pero él no reaccionaba y seguía fumando como un demente obsesivo.

Cuando Franz Hajek sintió la terrible punzada en su costado izquierdo, la que le avisaba de lo inminente de un infarto de miocardio, sopesó que necesitaba otro cigarrillo. Sacó su paquete del bolsillo de la camisa, cogió del bolsillo del pantalón vaquero su encender de gasolina para encender otro cigarro con el placer que da no saber que va a ser el último que te fumas. Empezó a ver borroso. Tosió con fuerza. Se le nubló totalmente la vista. Le dolía el pecho terriblemente. Y sintió que se caía al suelo. Aunque al cigarrillo encendido intentó volver a llevárselo a los labios. Murió fumando. Y con la chimenea al lado de él. Y el cigarrillo encendido le hizo una quemadura en dos dedos de su mano izquierda. Aunque esto, él jamás lo supo. Lo encontraron tirado en el suelo. Tenía la cara de un muerto muy asustado. Y con la boquilla del cigarrillo consumida entres sus dos dedos. Otro que ha dejado de fumar, se dijeron los bomberos”.

“Jessica Parker se levantó la falda, no llevaba bragas, y le enseñó a Joseph Blear su espléndida pelambrera rizada de color pelirrojo. Jessica Parker no se depila su enorme sexo. Un bosque peludo y rizado. Y más tarde, se echó a reír como una loca. Jessica Parker tiene esta costumbre. Y es lo primero que hace cuando lleva por primera vez un hombre a su apartamento y lo sienta en el sofá. Después, cuando ha dejado de reír, le pregunta si le apetece un güisqui solo, con agua o con hielo. O si quiere que pasen directamente al dormitorio y después lo del güisqui. A Jessica Parker le gustan los hombres. Y sobre todo los que son tan apocados como Joseph Blear, que es de carácter como un idiota que estuviera idiotizado por la visión de la pelambrera rizada de color pelirrojo de Jessica Parker. O por otras cosas. O por casi todas o todas las cosas.

-Joseph Blear. ¿Te chupo directamente tu polla? ¿O me lames tú aquí mismo? -Jessica Parker se volvió a subir la falda y de nuevo le enseñó a Joseph Blear su pelambrera rojiza enorme.

-No lo sé. Estoy muy nervioso. No estoy preparado para esto tan rápido. No me la encuentro. Quizá deberías tú de empezar. Tienes la cosa más grande que yo he visto, pero te debo de decir que yo he visto pocos sexos de mujer -le contestó Joseph Blear a Jessica Parker sin dejar de mirarle la pelambrera. Y como si estuviera viendo lo más grande que había visto en su vida.

-Joseph Blear, ven para acá. Fuera los pantalones y los calzoncillos que llevas puestos. Te voy hacer un boca a boca con tu sexo que se te van a poner los ojos blancos. Vamos hombre, no seas bobo. No te asustes. Que te va a gustar. ¿Tomamos varios güisquis para ver si te animas? ¡Tío eres un muermo!- Le volvió a decir Jessica Parker a Joseph Blear.

Joseph Blear, conoció a Jessica en el entierro de su madre. Jessica Parker es la médica que la atendió después de que ésta se cayera en la bañera y se rompiera la cadera. Joseph Blear es juez de Distrito en Detroit. Quiso ser sacerdote, pero su madre se lo quitó de la cabeza. Una vez fue de putas, al terminar la Carrera de Derecho en Yale, pero se marchó del prostíbulo, un club de danza camuflado, echando humo con cara de miedo cuando la puta le pregunto si todavía era virgen”.

“Amaneció un día sencillo de frío. Todavía el otoño no había refrescado ni a los días ni a sus mañanas. El sol empezó a entrar voluptuoso por la ventana. Ycon una fuerza que irradiaba una luz bellísima. Francisco Barrios llevaba levantado varias horas y el sol no le había sorprendido acostado con un sueño que fuera muy placentero Ya había terminado todos sus variados ejercicios atléticos diarios. Se disponía a ducharse. Y para más tarde desayunar e ir a comprar la prensa diaria. Limpió y fregó los platos de la noche anterior e hizo la cama y se vistió.

Salió a la calle. Y a la mañana la encontró tan agradable como una alborada del verano que ya había desaparecido del calendario. El calor estaba ya presente. Y Francisco Barrios se quitó la sudadera gris con capucha que llevaba puesta. Iba cantando.

Las calles se le abrían con rocío en las plantas y en los techos de los automóviles. Y los pájaros ya danzaban ruidosos por entre las ramas de los árboles todavía con sus hojas verdes. A Francisco Barrios le dieron unas ganas enormes de vivir, de pasear y de sentirse feliz. Y aunque sus días eran tan tristes como la soledad que solitaria lo acogía a diario. A Francisco Barrios se le llenaron los ojos de lágrimas, pero siguió andando hacia el centro del pueblo para comprar la prensa diaria y cuatro barras de pan para acompañar sus comidas frugales de toda la semana.

Saludó a una anciana. Y le dio los buenos días a un campesino que iba subido en su tractor de camino a sus quehaceres de recolectar coles, membrillos y espinacas. El día era radiante y lúcido. Y Francisco Barrios caminaba como subido en una nube de baldosas aceradas que discurrían paralelas al asfalto de las calles. Iba por la acera y divisando los raudos automóviles que pasaban como una exhalación. El sol apretaba con el calor del pasado verano. Y sus rayos caían caloríficos a plomo.

Todos los periódicos habían escrito del suceso, un acontecimiento inusitado para los tiempos que discurrían. Y Francisco Barrios leyó hasta saciarse del suceso. Y se comió la punta de una de las barras de pan, aún a sabiendas que se le podía atragantar el pan. La noticia que venía en todas las portadas era demoledora. Y la noticia en todas las portadas periodísticas, noticiaba que se había producido un levantamiento militar en el país. Y que el ejército levantado en armas había tomado la capital del país. Que se habían producido detenciones. Y que los primeros fusilamientos sin juicio previo ya se habían efectuado en varias provincias.

Francisco Barrios llegó a su casa asustado, desorientado y muy confuso. Y allí mismo lo estaban esperando unos militares uniformados con trajes de combate camuflado y armados hasta los dientes. Unos militares que lo detuvieron y lo montaron en un camión militar repleto de otras personas. Y que se alejó del pueblo camino de un lugar recóndito en dónde iban a fusilar a todos los civiles que iban dentro del camión.

Francisco Barrios sintió la descarga de los fusiles automáticos de asalto y el sonido de las balas al incrustarse en su cuerpo. También un dolor lacerante. Aunque también sintió a su vez una tremenda paz. Y lo que no sintió, fue el tiro de gracia que le descerrajó en su cabeza un joven teniente de Infantería del Quinto Regimiento de Fusileros. Estaba muerto. Y fue enterrado en una fosa común al lado de un pequeño bosque de pinos con sus copas apuntando a ese cielo tan límpido que había conocido en esa mañana tan calurosa de otoño. Una mañana bellísima. Y clara.

Francisco Barrios fue una de las tres mil quinientas personas que fueron ejecutadas sin juicio previo en todo el país. Él era periodista. Y trabajaba como redactor de columnas de opinión. Sus columnas diarias las leían con ahínco sus lectores. Sus hijos no se enteraron de su fusilamiento. Estaba divorciado. Y vivía solo desde que murió su perro, un caniche de aguas tan negro como un tizón. Era miope. Y murió fusilado con las gafas puestas. A los periódicos y a la bolsa con el pan, también los enterraron en la fosa común. El Golpe de Estado no prosperó. Y los periódicos volvieron a dar la noticia, pero Francisco Barrios para su total satisfacción no pudo leerla en ellos.

Todos los días se ven flores en la fosa común. Sus hijos desean desenterrarlo. Francisco Barrios deseaba ser incinerado a su muerte. Y que sus cenizas fueran esparcidas en la montaña y en el mar. Y ya está en el mar y en la montaña. Sus deseos se han cumplido. Francisco Barios es ahora sólo un recuerdo. Y sus libros han empezado a venderse con fluidez. Su poesía nunca le gusto a la crítica, pero esto no fue un acicate negativo para él. Y porque en vida decía: ¿Y qué coño saben los críticos, lo suyo sólo es criticar?”.

Camina despacio el ciudadano perruno Igor González. Va tan distraído como un enorme cocodrilo que camina solitario y distraído por las aceras de la ciudad. Se encamina el perruno a su casa actual en el Valle de Lecrín. Y mientras camina no repara en nadie. Ni siquiera se da cuenta de que el cocodrilo, escapado de un circo, lo acompaña por las calles y plazas de la ciudad como si fuese un perro manso y faldero.

Publicidad

Comentarios

©Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta noticia sin autorización expresa de la dirección de ahoraGranada
Publicidad
DÍA A DÍA
Desarrollado por Neobrand
https://ahgr.es/?p=52677