domingo 19 mayo
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González XLVIV) (21-9-2015)

El ciudadano perruno Igor González (XLVIV)

 

El ciudadano perruno Igor González, siempre crítico con su ciudad y con él mismo, está tomando el sol que ya se marcha por el Oeste. El ciudadano perruno está sentado en el jardín del carmen alhambrino de su señor padre. Contempla toda la ciudad de Granada. Observa la Vega cada vez menos verde porque las edificaciones se fagocitan el verdor. Contempla como las localidades del Área Metropolitana cada vez son más enormes Ve a Sierra Nevada en esa lejanía de grises azulones en los veranos. Y respira un aire que todavía no le muerde los pulmones. Tiene ante sí una hermosísima panorámica de más de ciento ochenta grados. Granada es inigualable. Inaudita. Hermosa. Aunque Granada es la ciudad para estar siempre borracho, y como lo está todas las jornadas el progenitor del ciudadano perruno. No marcha bien Granada. Nunca ha marchado bien esta ciudad tan monumental y paisajística. Posee Granada una burguesía que está anclada en el siglo XV o XVIII sin haber llegado todavía a los estadios vivenciales que son posteriores a la Revolución Francesa. Y así le luce la pelambrera a Granada. Granada es una ciudad que vive estática. Una urbe acomodaticia. Envidiosa. Es el calamar abisal que se muerde el final de sus tentáculos con anillos que nada fijan. Granada es como un río seco que no lleva agua ni permite tener un trasvase que riegue las ideas y se lleve las que son tan trasnochadas. Nunca Granada ha sido tierra de ideas que cambian los tiempos y las actuaciones para mejorar. Granada se conforma con ser una puta vieja que está llena de afeites en su rostro, esa que vive rememorando constantemente que un día fue bella y que copuló cobrando con caballeros de alto copete. El ciudadano perruno observa un sol que camina al ocaso lleno de anaranjados colores. Y sonríe con la llegada de su padre al jardín portando una bandeja con los consabidos vasos, la botella de vino áureo tan caro y el jamón y queso que son consuetudinarios. El padre de perruno es un genio gatuno.

 

-Caro padre, la vista de Granada y de su Vega siempre será, desde esta atalaya, la visión de un paraíso inigualable. Bienvenido seas con esas viandas exquisitas y con ese vino que es propio de un cardenal purpurado vaticanista. ¿Supongo que después de comer y  escanciar el vinazo, me contarás otras de tus fantásticas historietas?- le dice el perruno ciudadano a su padre, y mientras se relame porque se van a poner ambos tibios de vino, queso y jamón.

-Indiscutiblemente, hijo mío. Nos vamos a poner de aquella manera, como abades de un convento riquísimo. Y después, te voy a relatar un relato bastante corto. La visión desde este jardín nunca me cansa. Mis ojos son esclavos de Granada, de Sierra Nevada y de su Vega, Me gusta el paisaje, pero no el paisanaje, que escribió Ángel Ganivet- le contesta el padre del perruno a su hijo, y mientras vierte en los dos vasos de cristal de Bohemia ese tinto excelso que incluso debió de beber Carlos I de España y V de Alemania.

 

“Gerardo Águila, se miró en el espejo fijamente. Y después de observarse varios segundos eternos, no pudo reprimir un gesto de asco al contemplarse. Se acababa de levantar y tenía la boca seca y unas tremendas ganas de vomitar. Se agachó hacia el lavabo y se metió dos dedos en la boca con el ánimo de arrojar bilis, y entre grandes arcadas. Con aquellos tremendos espasmos, Gerardo Águila se juraba mentalmente a sí mismo no volver a beber alcohol. Y reflexionaba con toda seriedad y cordura dejar definitivamente las bebidas alcohólicas.

 

-Soy lo más asqueroso que existe sobre la tierra. Soy un degenerado que no admite que por este camino voy a llegar al alcoholismo y a la degradación total. Soy un gilipollas que va a tirar su casa por la ventana del alcohol y voy a hacer que me aborrezcan Manuela y los niños. Me voy a quitar de beber alcohol. Voy a luchar contra esta terrible droga dura con todas las fuerzas de mi existencia. Y no me voy a dar ni una sola oportunidad de volver a probar el alcohol- meditó Gerardo Águila sin decir palabra alguna.

 

Siempre odió Gerardo Águila las dependencias, por esto desde pequeño fue una persona  ordenada que nació en el seno de una familia equivocada. No fumó casi nunca. Sólo una temporada no muy larga. Y cometió la estupidez de empezar a fumar con más de treinta años por los desengaños, aunque lo dejó pronto y definitivamente a la muerte de su señor padre, un fumador empedernido. Comenzó a beber alcohol también con bastantes años a las espaldas. No fue un bebedor adolescente como se lleva en estos tiempos actuales entre la juventud. Y no bebía todos los días. Sólo esporádicamente, pero cuando lo hacía se hartaba hasta perder el reloj de la sobriedad. Se ponía de alcohol hasta el culo. Cogía unas curdas indecentes. Unas borracheras dignas de un ser humano inculto e incivilizado. Y se convertía en una bestia cromañón que perdía la dignidad. Un  ser equivocado y abyecto que ofendía con sus salidas de tono y con su irracionalidad.

 

Aquel día, después de vomitar bilis y acusando un fuerte dolor de cabeza y padeciendo unos enormes dolores de estómago, Gerardo Águila se prometió, se juramentó, a no volver a beber alcohol jamás. Autoconvencido de que era un enfermo, un alcohólico, se compadeció de sí mismo y recordó lo que le contaba Manuela, su esposa, sobre un pariente suyo borrachín. Y al que su mujer le echaba ratones muertos en la botella para provocarle un asco inmenso que le produjese una repulsión que lo apartara del alcohol. Así Gerardo Águila, con una abrumadora depresión momentánea, volvió a reflexionar y a jurarse que dejaría la bebida para siempre.

 

Manuela oyó caer el agua en la bañera. Y no le dio importancia al hecho porque era la hora normal en la que se bañara su marido Gerardo, aunque pensó que algo iba mal. Y al comprobar que su marido tardaba en salir del baño. Manuela llegó al aseo común del matrimonio y horrorizada al abrir la puerta, contempló a Gerardo metido en la bañera con el agua totalmente roja de sangre. Intentó reanimarlo. Pero como todavía sangraba abundantemente por la muñecas, se había cortado las venas, optó por hacerle unos torniquetes con trozos de una toalla en ambos brazos y llamar al Servicio de Urgencias 061.

 

Habían pasado diez años del terrible suceso, una década desde que Gerardo Águila intentó suicidarse cortándose las venas y no había vuelto a probar el alcohol. Nunca se quejó y jamás se lamentó de los grandes sacrificios que tuvo que realizar para no volver a beber. Se convirtió en un abstemio sensato y con la suficiente voluntad como para no volver a probar ningún tipo de bebidas alcohólicas. Desde el luctuoso y terrible episodio de querer quitarse la vida, Gerardo Águila fue un padre ejemplar y uno de los maridos más juicioso e intachable que se pueden encontrar en esta vida civilizada y culta de nuestras magníficas sociedades. Con seguridad para Manuela su mujer y sus hijos, el que Gerardo Águila dejase la bebida fue una actitud positiva para la convivencia común y familiar. Aunque sólo encontraron una parte negativa: Gerardo Águila llevaba diez años sin hablar con nadie. Todo fue natural, algo corriente y banal, al día siguiente, hacía diez años de aquel suceso, de que le curasen en el hospital, Gerardo Águila sacó toda la lengua que pudo salir de su boca y de un fortísimo mordisco se la cortó de cuajo con sus dientes potentes”.

 

Ahora mismo en esta noche sin luna, el ciudadano perruno vigila a las estrellas de la Vía Láctea. Está aposentado en la terraza del pequeño apartamento de alquiler en el que vive en el Valle de Lecrín. Se está relajando plácido sentado en un cómodo y buen sillón de anea. Rumia perruno el relato de su padre. Y se maravilla de la capacidad que éste posee para inventarse esos relatos cortos que luego le suelta como si fuesen la letanía de un cura loco que no está subido en un pulpito. El ruido de las motocicletas y de los fieros automóviles es infernal. Y también son mefistofélicas, las voces de las conversaciones de sus convecinas. Esas damas que hablan por los codos y por debajo de sus sobacos. Un airecillo fresco le anuncia al perruno ciudadano que la noche va a ser más fresca de lo habitual que hasta ahora ha sido la tónica de un verano que se acaba. La localidad en la que mora el perruno ciudadano, es como un pueblo de alta o media montaña: fresco por las noches y caluroso durante todo el día. Aunque el perruno ciudadano vive allí como un alma que está un purgatorio repleto de otras ánimas a las no entiende y aunque se esfuerza por comprenderlas. Son espíritus tan simples como las amebas incultivadas.

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