domingo 19 mayo
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González XXIII) (29-5-2015)

El ciudadano perruno Igor González (XXIII)

 

El ciudadano perruno Igor González, en camiseta y pantalón corto, está leyendo en la terraza de su apartamento de alquiler. Leer significa no morir de incultura. Y ya el sol no asfixia porque está bajando camino del ocaso. El perruno lee a Cesare Pavese. Lee unos relatos cortos de este autor italiano que tuvo la valentía de tomarse varios botes de pastillas, de barbitúricos, para irse dormido a ese lugar del que nunca se vuelve, y a pesar de que algunas religiones se empeñen en asegurar que en el más allá nos aguardan las cosas que jamás hemos tenido en nuestras aperreadas y cortas vidas. Hay que luchar siempre, asegura Pavese, y porque el enemigo siempre está acechando para destruirnos. En esta tarde soleada y hermosa, huele maravillosamente el jazmín de la vecina de al lado de la vivienda del perruno ciudadano. Su pequeño jardín en un oasis que está muy bien cuidado por ella. También por la noche huele fantástico un “galán de noche” o “dama de noche”, nombre común que les da las gentes al arbusto de la familia de las solanáceas cuyo patronímico científico es “Cestrum nocturnum”, y que también puebla el reducido pensil de la vecina de al lado. Es igualmente una tarde de vencejos, esos tan raudos que van volando como cazas supersónicos en busca de insectos volátiles. Y que se mezclan con algunas golondrinas atolondradas. El cielo no puede ser más azulino, y las nubes son inexistentes. El perruno ciudadano está disfrutando de una tarde cristalina en una primavera de cristal. Y está teniendo la suerte manifiesta de que no pasan por las calles esas motocicletas que arruinan el silencio con sus tubos de escape libre. Y los raudos automóviles tampoco son tiranos ejecutores de la paz del silencio. Así que el perruno lee con voracidad los pequeños relatos tan bien construidos de Cesare Pavese.

 

 

El perruno ciudadano deja de leer. Se aposenta ante su ordenador. Se coloca los cascos para comenzar a escuchar la cinta en la grabadora con el relato que hoy su padre le ha enviado a través del conductor del autobús de línea. Y que la recogió poco después de almorzar con unos ricos chorizos fritos con patatas y una ensalada de lechuga, tomate, cebolleta, pepino y atún de lata en aceite de oliva en su apartamento de alquiler. Y el relato de hoy reza de esta manera…

 

“Cojo Dios nació cojo. Simple mala suerte. Y tiene una malaleche antropomorfa. Y dos amigos con los que se emborracha. Manco Tijeras y Joroba Perro, son sus dos amigos. Es un energúmeno cojo. Un ser que desde niño, cojeó con una malaleche de tres pares de cojones. Aunque tiene un coche de esos que no se necesita carné de conducir, y con el que deambula por todo el pueblo. Cojo Dios es un personaje singular con una voz tan grave, que podría, sin duda alguna, cantar de bajo o de contrabajo en el Coro de una Iglesia Evangelista, esas en las que canta normalmente un Coro de personas de color.

 

Cierto día lluvioso, da igual el día porque todos los días bebía, se bebió él solo una barrica de vino joven que le hizo estar eructando toda la noche. Y al día siguiente, bien entrada la mañana, al despertarse de la gran borrachera, dijo que había estado toda la noche eructando y hablando con Dios. A partir de ese día, en todo el pueblo lo llamaron Cojo Dios. Y también le llaman, pero de forma restringida, la Pata de Palo de Dios.

 

Aquella tarde hacía un viento infernal y muy caluroso porque el verano apretaba como una estufa de hierro colado con maderos encendidos en su hogar, y Cojo Dios hacía planes para encontrar un trabajo digno y bien pagado. Algo que era muy difícil para él, y dada su minusvalía en una pierna desde su infancia. Cojo Dios cavilaba y cavilaba, y no daba con la tecla de un buen trabajo. Había conocido a una chica del pueblo que lo aceptaba sin diferenciarlo de los demás, y eso era algo que Cojo Dios hasta ahora no había encontrado nunca.

 

Ella, por esas cosas inexplicables, se había enamorado de él. -Tendremos dos cojos y dos cojas- le dijo a ella. -Y viviremos felices hasta que la muerte nos separe- terminó la conversación Cojo Dios. Cojo Dios era de pocas palabras, pero de un tono tan elevado y grave como si hablara dentro de una tinaja de vino. Cojo Dios tenía un lunar debajo de la tetilla derecha y un aparato reproductor, eréctil medía 27 centímetros, que lo hacía irresistible para las mujeres, y a pesar de que su pierna galana era tan coja como la pata de una silla de anea desguazada.

 

Vivían felices, ella y Cojo Dios. Y tirando de la vida con muchas estrechez y penurias, pero bastante felices. Ella ya estaba embarazada de su segunda preñez, en el primer parto tuvieron un hermoso niño que no nació cojo. Y en este segundo embarazo, la cosa venía tan bien como en el primero. Estaban seguros que vendría una niña que tampoco nacería coja. Aunque Cojo Dios, seguía emborrachándose todos los días. No tenía hartura con el vino ni con eructar halos pestíferos de alcohol digerido en su también pestífero estómago.

 

Eran tiempos dichosos, aunque ella luchaba para que su marido, Cojo Dios, dejara la amistad con Manco Tijeras y Joroba Perro. La influencia que éstos ejercían sobre Cojo Dios, ella la estimaba como demasiado perniciosa para su vida matrimonial y familiar. Eran unos tipos, los tres juntos, despreciables. Y cuando se reunían, hablaban de formar la Banda de Los Hijos de Puta Inválidos, una pequeña mafia dedicada a extorsionar los silencios de toda la comunidad que vivía en el pueblo anclados a un pasado peor, pero silencioso y trabajador. Los ciudadanos de aquella localidad son abúlicos y analfabes.

 

Ella empezó a sufrir, los días con sus noches se le hacían eternos, y Cojo Dios los pasaba bebiendo y tramando con sus dos amigos y compinches. Se avecinaba la tormenta, y ella lo sabía. Las mujeres para eso tienen un sexto sentido. Y no era un mal tiempo para vivir, y ya que los grillos cantaban en la oscuridad nocturna, la inflación había bajado, y todo esto a pesar de que el agujero de ozono era tan grande como la Luna. Ella adivinaba ya, que Cojo Dios se había convertido en un capo mafioso cojo, pero capo con unas ideas delictivas muy definidas y peligrosas. Y un gran sufrimiento se apoderó de ella, y porque en el fondo seguía amando a Cojo Dios. Siempre lo amaría. Y aunque éste fuese ya una bestia parda del crimen organizado por tres irresolutos imbéciles en un pueblo pequeño de poca monta en el Sur del Silencio”.

 

El ciudadano perruno Igor González ya ha escrito el capítulo, no muy extenso desde luego, de su nueva novela con el relato que le ha enviado su progenitor. Hoy no ha ido a visitarlo a su casa. El perruno está casi postrado en el lecho del dolor por su alergia de todos los años, y cuando llega la primavera. Aunque ha leído a Pavese y ha escrito su nuevo capítulo. Ya es noche cerrada. Y ahora su localidad adoptiva huele a ese pueblo que es inmortal en un valle recoleto que está delimitado por montes amigos que no son gigantescos. Huele a campos regados por la tormenta que se originó en Sierra Nevada, esa que llegó incluso al valle con algo más de mil gotas gruesas como tortas de manteca. El ciudadano perruno Igor González, va a cenar. Será una cena frugal con la ensalada que le sobró del mediodía y que va acompañarla con frutas variadas y unas natillas de crema. Hoy ha sido un día descansado, aunque con demasiados estornudos y con una fuente de mocos fruidos que el perruno ha tenido que atajar en su nariz con mil pañuelos de papel. La alergia es una complicación que no es mortal, pero que jode como esas dictaduras que se vuelven blandas y condescendientes. El perruno está atiborrado de pastillas con antihistamínicos. Y que le producen unas soñarreras que lo dejan postrado en su sillón favorito como si fuese un perro caniche de aguas cualquiera. Se acerca la hora de que el ciudadano perruno de meta en la cama como un apátrida que no tiene esposa ni amante. Pero esto le es inverosímil al perruno, y ya que nunca más va a pasar por el trago amargo de enamorarse y que después se la den con otro de esos tipos que mienten como actores maravillosos del teatro del absurdo amoroso.

 

Ahora el ciudadano perruno Igor González, ya metido en su lecho individual e intransferible, se acuerda de una novia que tuvo cuando todavía era un imberbe. Y con la que era capaz de copular en varias ocasiones durante toda una tarde lluviosa. Se llamaba María, y tenía más de dos millones de pecas en sus pómulos. Poseía unos labios que sabían al agua tan escasa que se puede encontrar en un desierto y sus muslos eran como duras columnas marmóreas. Y un poco antes de cerrar los ojos por ese día, el perruno también recuerda el sexo de María, ese del que el perruno libaba como un colibrí que nunca se cansa de beber de él. Era un sexo infinito que siempre olía a manantial de aguas dormidas en un edén lejano. Y ya duerme el ciudadano perruno Igor González. Descansa sin soñar en bellos ensueños. Esta a la para galana en su tálamo de dimensiones casi gigantescas. Es hombre que duerme y amanece con la misma postura en la que cerró los ojos. No da vueltas en la cama. Tampoco realiza cabriolas entre las sábanas. Es un hombre durmiente que a diario hiberna por las noches. Y aunque él ya no escucha porque duerme como una marmota tibetana, todavía resuenan los truenos enormes de la tormenta que descarga con furia en las altas cumbres de Sierra Nevada.

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