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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González LXVII) (23-11-2015)

El ciudadano perruno Igor González (LXVII)

El ciudadano perruno Igor González ha llegado a la mansión de su señor padre con el ánimo intacto de escuchar nuevos relatos de su progenitor. Y su padre lo recibe con todo su amor paternal y con la generosidad que produce el vino, el jamón y el queso.

-Caro hijo, apréstate a recibir también una gran ración de relatos. Estos que empiezo a relatarte…-le dice al perruno ciudadano su señor padre.

-Bienvenidos sean los relatos. Y también ese vino excelso. Ese jamón alpujarreño casero. Y ese queso manchego que deleitara a don Alonso Quijano y a su fiel escudero Sancho Panza- le contesta el ciudadano perruno a su señor padre.

“Abrió los ojos. Y contempló el paisaje que se abría ante ellos. El sol estaba en su cenit. Y el viento era tan suave que parecía inexistente. Distinguía unas montañas grises azuladas al fondo de donde alcanzaba su mirada. Masas montañosas que estaban junto a la línea imperceptible en la que el cielo se junta con la tierra. Era feliz en esos instantes. Y los árboles, verdes como una marea verdina a la que no la movía el viento, también estaban totalmente dentro de la óptica de sus ojos abiertos y admirados por tanta belleza.

Una urraca lo miró y graznó como un negro grajo de mal augurio. Él la miró también. Aunque solo se limitó a mirarla indiferente. Seguía sintiéndose feliz. El valle estaba abierto para él. Despejado con todo el abanico de sus colores a la vista. Y él lo miraba desde un pequeño otero que sobresalía sobre las altas hierbas. Parecía un enorme oasis de un verdor idílico y endémico. Otros pájaros surcaban los cielos veloces. Y unas nubes, que habían salido de la nada absoluta, comenzaron su andadura por ese azul celeste tan nítido de los días finales de septiembre. Y cuando el calor todavía se siente como una pequeña estufa redonda que está suspendida en un cielo tan extraordinariamente azul celeste. El que él distinguía desde el pequeño otero y junto a un enorme álamo blanco que rompía la monotonía de otros árboles frutales.

Él estaba absorto con tanta belleza. Tenía lágrimas en sus ojos. Y miraba al cielo y a la tierra como si no fuese a volver a contemplar nunca tanta belleza junta. La contemplaba como si fuera el último día de su vida. Y también sentía una música callada, una dulce y melancólica música apagada que sólo sentían sus oídos calladamente. Aunque él no lo sabía, era una melodía vibrante de violines violentos. Aunque tan dulces a sus oídos que lo llevaban a un éxtasis tremendamente relajante. Seguía feliz. Muy feliz. Y tal vez por esto, no sintió la picadura de varias abejas.

Franz Harranz era alérgico a las picaduras de abeja. Y al poco tiempo empezó a nublarse su vista. Notó un gran picor. Y al observarse el brazo, vio que le habían salido en la piel unos tremendos habones rojizos. Se rascó. Y mientras sus ojos se quedaban sin luz. Un ahogo penetrante, invadió sus pulmones. Y su pulso se aceleró tanto que comenzó a sentir un calor asfixiante. Su corazón ardía. Cayó al suelo. Y entre la oscuridad que le se acrecentaba totalmente negra, sintió también hambre y frío. Ya estaba casi muerto. Aunque una paz interior lo invadió como unos brazos que lo abrazaban maternales. Franz Harranz murió feliz. Y sin casi darse cuenta que la muerte se lo llevaba sin estridencias. De forma callada. Y sonrió quedamente”.

“Hirochi Kahita, primorosamente dejó a su hija sobre la mesa de trabajo. Y la miró regocijado. Le había salido perfecta. Y la llamó Flor de Luna. Hirochi Kahita, ahora es un artesano japonés de la papiroflexia. Y con papel está construyendo su propia familia. La familia Kahita. Hirochi Kahita ya está jubilado- Y toda su vida laboral la pasó en una fábrica de hacer fideos. Y ahora cuando ya es de las clases pasivas, Hirochi Kahita ha comenzado a desarrollar con verdadero fervor su pasión verdadera: la papiroflexia. Y es un consumado artista de esta disciplina tan bella que hace del papel un arte primoroso.

Hirochi Kahita lo primero que se construyó artesanalmente fue una casa de papel. Y la llamó la Paz que nunca se divorcia. Era una casa casi perfecta: dos dormitorios rectangulares; un pequeño salón con la chimenea orientada al sol naciente; un aseo con una ventana que miraba a Poniente; y una cocina en la que cocinaba al fuego de otra magnífica chimenea. Dotó a la casa de un huerto en el que cultivar rosas orientales, albahaca sumisa con olor a menta y guisantes morados. Y al tejado de la casa, le dio forma de pagoda con tejas azules, blancas, rojas y amarillas. Allí, Hirochi Kahita empezó a ser muy feliz con lo de manufacturar las figuras vivientes de papel que construía. Y también con la satisfacción olorosa que le proporcionaban sus rosas orientales. Y a las que cuidaba con un amoroso afán y una paciencia infinita. Hirochi Kahita ya había construido en papel su casa. Y a su mujer que la llamó Loto Desnudo. Y después de acabar de realizar a su hija Flor de Luna. Y con la que completaba su familia. Verdaderamente era feliz Hirochi Katia en su casa con su familia. Y el tiempo transcurría sin que él notara que el tiempo pasaba. Hirochi Katia envejecía más lentamente que el papel.

Cuando su mujer Loto Desnudo se arrugó por el paso del reloj mortal, Hirochi Kahita la vio como a un viejo papel ajado por el tiempo, como algo que ya amarilleaba. Y mientras que su hija Flor de Luna cada día la observaba más bella. Y entonces, casi sin darse cuenta, el maestro en el arte de la papiroflexia Hirochi Kahita, comenzó a sufrir. Los días eran un infierno. Las horas se volvían insufribles. Y los minutos quemaban como los recuerdos que evocaban a su mujer Loto Desnudo en la plenitud de la belleza con la que él la realizó. Hirochi Katia, ahora era muy infeliz. Y estaba muy triste. Todo envejecía mucho más deprisa que él. Y esto lo hacía infeliz. No tenía paz. Ninguna paz.

En aquella mañana de primavera, con el sol ya levantado y luciendo en todo su esplendor, Hirochi Kahita decidió que iba a quemar a su esposa Loto Desnudo para que no sufriera una vejez de raído papel amarillento. Y que a su hija Flor de Luna, en plena vida esplendorosa de belleza y juventud, le confeccionaría unas alas de papel para adosarlas a su espalda y que ella pudiera vivir largamente y feliz lejos del tiempo que envejece y hace amarillo al papel. Y así lo hizo Hirochi Kahita en aquella bella y lucífera mañana, quemó la casa con su esposa Loto Desnudo dentro; vio como su hija querida Flor de Luna se alejaba en el aire; y como ardía el huerto con todo su jardín de rosas orientales, albahaca sumisa con olor a menta y las plantas verdes azuladas de guisantes morados.

Y luego cuando todo eran pavesas, él comenzó el ceremonial para hacerse el harakiri con uno de los cuchillos de empuñadura rojiza y con dientes de sierra muy afilados, el único que era de acero inoxidable. Y que él lo usaba para cortar los filetes de atún rojo y las verduras que consumía casi todos los días del año. Apretó el cuchillo contra su torso, a la altura del estómago, y se lo clavó con un ahínco oriental de verdadero samurai. Y no exhaló ni un solo grito de dolor. Sólo se apercibió que su sangre comenzaba a manchar su kimono negro con dragones celestes y grullas volando en un cielo también celeste y con un sol amarillo que estaba bordado ricamente en oro muy antiguo”.

“Los potentes focos incidían sobre el quirófano. Y también la luz blanca sin calor. Y el silencio escrupuloso. Allí olía a quirófano de forma descomunal y habitual. Y el doctor Pestaña con sus diferentes ayudantes, estaba operando al paciente. Al fondo del quirófano, en el rincón orientado al Sur, un altavoz estéreo de última generación emitía quedamente música de Mozart. Y una enfermera especialista en anestesia local y total, estornudó estrepitosamente. Y dos mocos opacos salieron de sus dos oficios nasales como dos flechas hasta el suelo impoluto del quirófano que estaba enmoquetado en un color verde manzana antideslizante. El doctor Pestaña, dijo ¡Jesús, María y José! Los ayudantes callaron. Y la enfermera le dijo al doctor Pestaña, que muchas gracias.

El paciente era una señora gruesa de ciento veintitrés kilogramos desvestida. De treinta y ocho años de edad. Soltera. Millonaria. Rubia tintada. Con un lunar junto al ombligo. Virgen con virginidad intacta. Y a la que la estaban sometiendo a un lavado de cara y de la grasa adiposa que le sobraba en exceso por todo su cuerpo y su alma. Estaba la señora dormida, maquillada en exceso, era la viva imagen de una elefanta boca arriba, pero sin su larga trompa. Salía señora por toda la mesa del quirófano. Y sus grasosos brazos le caían a ambos lados de la mesa de operaciones y exactamente igual que dos columnas de Bernini.

-María Isabel, estos cincuenta kilogramos aproximados de grasa adiposa del estómago de la paciente, los manda usted al frigorífico. Y que los de Mantenimiento, a su vez, los manden a la factoría esa en la que compran grasas animales para hacer sopas liofilizadas, las que se calientan y se sirven al instante- le dijo el doctor Pestaña a su ayudante María Isabel.

-Sí, doctor. ¿Y qué hacemos con el resto de la grasa, aproximadamente otros treinta kilogramos? Los mandamos igualmente a la factoría de sopas al instante?- le contestó María Isabel al doctor Pestaña.

-No. Esos treinta kilogramos aproximados de grasa adiposa de gran calidad, que la manden a mi casa. Mi mujer hace un estofado de grasa adiposa con patatas, alcachofas, zanahorias y judías verdes, que quita el sentido. Y a mis hijos les encanta- le contestó el doctor Pestaña a su ayudante María Isabel.

-Como usted desee, doctor Pestaña- le respondió, a punto de vomitar, su ayudante María Isabel.

Fue un éxito la intervención. Y la señora gruesa rebajó su peso hasta quedarse en unos maravillosos y esplendorosos cincuenta y ocho kilogramos de peso corporal. Y como era de una belleza extrema, pronto encontró un compañero ideal. Un tipo alto con bigote que estaba en posesión de también una gran belleza masculina y un pene enano con el que compartir alocadamente su fortuna y su nuevo cuerpo escultural. Y toda esta intervención tan exitosa del doctor Pestaña, sólo le salió a la señora gruesa por la módica cantidad de ciento setenta y cinco mil euros a pagar en tres cómodos plazos. Y sin cobrarle la extirpación de un lunar del tamaño de una aceituna cornicabra que tenía la señora gruesa juntamente en su clítoris”.

“Mi obsesión era tan enorme, que me tenía atrapado como si soportara la presión de una enorme losa de granito encima de mis espaldas. No vivía en paz. No dormía nunca. Y durante todos los días del año, me dedicaba a recabar información de los políticos. Yo soy paralítico. Y vivo a diario en una silla de ruedas. Pero cuando mi cabreo político llega a cotas altísimas, me puedo levantar de la silla de ruedas convertido en un superhéroe con muchos poderes sobrenaturales. E incluso puedo volar. Y no soy Superman. Ese bello mito del cómic que no existe. Yo me llamo Mariano Pedrero. Y soy de la provincia de Soria. Estudié Bellas Artes en Madrid. Y al terminar me doctoré en Florencia. Y después tuve el accidente de motocicleta.

Conocí por los medios de comunicación nacionales, esos que parece que están al servicio del dinero y de las trasnochadas ideologías políticas, aunque ellos dicen que se dedican a informar, que el alcalde de mi ciudad, yo ya no vivía en Soria, podía ser un político creptómano que no robaba por su desorden mental, sino porque era un posible político sexópata que en su cleptofilia se excitaba sexualmente. Y porque robaba todo lo que podía o más en su ayuntamiento. También lo conocí por la policía. Y ya que yo sabía perfectamente descifrar sus códigos secretos y tenía pleno acceso a los pinchazos telefónicos que le estaban realizando al alcalde presumiblemente ladrón por sexopatía.

`El cabrón del alcalde López’, así lo llamaban todos los funcionarios municipales, también dentro de su partido político de izquierdas y por la noble y leal oposición conservadora municipal. Una mala bestia, el tal López alcalde. Y que se limpiaba siempre la nariz con bragas tanga de papel negro. Esas braguitas tan lindas que usan las mujeres. Y que son desechables cuando ya huelen o están sucias sin que se sepa porque lo enmascara su endrino color. El cabrón del alcalde López, está muy nervioso. Y a su mujer, santa madre de sus hijos, la ha mandado a la casa de sus padres. Su estado de nervios lo delata. Aunque él, cree firmemente en la Justicia. Y en el Estado Social de Derecho.

Aquella noche volé por toda la ciudad buscando pruebas de la maldad del cabrón del alcalde López. Volaba silencioso y con mis oídos poderosos abiertos hasta el infinito, y porque en ese día mi cabreo político fue mortal. Me había enterado por la radio de la policía, que el cabrón del alcalde López se había embolsado más tres millones de euros por recalificar los terrenos en los que se iba a construir un hospital para los pobres y desheredados de la ciudad. Y que en su lugar, se iba a edificar un gran centro comercial y diez mil viviendas libres de lujo a unos precios desorbitados y prohibitivos para las gentes trabajadoras y los jóvenes que habían accedido al primer empleo. Volaba muy cabreado.

Como estaba volando a mediana altura, mis poderosos ojos lo escudriñaban todo. Y observe a un tío, a un individuo elegantemente vestido, que portaba un maletín de cuero rojo. Caminaba muy deprisa. Y llevaba una flor también roja en el ojal de su abrigo azul marino de lana inglesa. Iba tocado con un sombrero de fieltro inglés. Y sus zapatos negros relucían en la oscuridad como dos bellos y barrocos espejos cóncavos. Es él, me dije a mí mismo. Y al tiempo que descendía de la altura media en la que volaba. Yo pretendía detenerlo.

Cuando ya lo iba alcanzar y detener para después ajusticiarlo en el sillón del garrote garrote vil que tenía instalado en el sótano de mi casa, unos enmascarados se acercaron a él. Somos los sicarios que estamos encargados de todas las finanzas del partido. Y te exigimos que nos facilites amablemente y sin violencia alguna, el maletín rojo que llevas asido con tu mano izquierda. ¿Están ahí los más de tres millones de euros?, Yo oí lo que le decían los rufianes de las finanzas al cabrón del alcalde López. Y que el cabrón del alcalde López, les contestaba totalmente fuera de sí, que el maletín rojo se lo iba a facilitar de buenas maneras sus putas madres, las madres de los sicarios financieros. Y porque lo tendrían que asesinar para llevárselo. Sois una basura de sicarios. Sois unos financieros de mierda. Yo robo los millones de euros con todo mi esfuerzo personal. Y vosotros sin despeinaros os marcháis de rositas con el maletín rojo repleto de maravillosos euros. Me tendréis que matar y rematar para que os entregue el maletín rojo de buenas maneras. Hijos de puta. Que sois unos hijos de puta con la excusa del partido. Volví yo a oírle decir al cabrón del alcalde López a los sicarios. Y allí mismo lo tirotearon. Y lo remataron. Le quitaron el maletín rojo. Y uno escupió. Y se marcharon silenciosos los dos.

Y yo no moví ni un solo dedo. Me daba igual que lo hubieran asesinado los sicarios financieros de su partido. Yo estaba insensible y sereno. Yo iba a hacer lo mismo, pero en el garrote vil de mi sótano. Y El alcalde semejaba una persona irreconocible por tanto balazo. Un guiñapo. Y con su abrigo azul, la sangre y la bufanda blanca, se parecía a la bandera de Francia tirada en el suelo de forma grotesca. El azul del abrigo, el rojo de su propia sangre y el blanco impoluto de la bufanda blanca que llevaba puesta el cabrón del alcalde López. Me fui a mi casa. Y en cuanto llegué a ella, como se me había pasado el gran cabreo, no tuve más remedio que volver a sentarme en la silla de ruedas. No se está tan incómodo en una silla de ruedas. Ni se es idiota o un inútil por ser paralítico, sólo te tienes que cabrear mucho políticamente y a volar justiciero de noche por la fea e infecunda ciudad”.

“Big Bad Wolf alargó su mano derecha señalando a la tierra. Y del cielo empezaron a caer euros sobre la ciudad que estaba debajo de él. Y sus trovadores estaban entusiasmados revoloteando junto a él. Y los alquimistas entonaban bellos cánticos laudatorios que proclamaban la bondad malsana de Big Bad Wolf. Y sobre todo lo conocido y por conocer. Big Bad Wolf estaba muy feliz. Aunque a los esbirros sin sus temibles espadas y hachas, no se les veía con tantas ganas de alborozo. Y su Corte, incluidos los alquimistas, los que estaban a la derecha de Big Bad Wolf en el Salón del Trono, sí se les observaba tan felices como Big Bad Wolf. Y tan alborozados como los trovadores. Y como no sabían cantar como los trovadores, no cantaban bellos cantos laudatorios que decían y proclamaban la bondad malsana de Big Bad Wolf, pero que lo adulaban en extremo.

Y en la ciudad llovían euros sin cesar. Y sus ciudadanos estaban admirados. No daban abasto para recoger tantos euros. Así que se llamó a otras ciudades para que sus ciudadanos vinieran a recoger euros y llevarlos a sus ciudades respectivas. Todo era felicidad. Y euros.

Aunque los conflictos surgieron. Y quizá por esto estaban tan poco alborozados los esbirros, ya con sus espadas y sus hachas de guerra al cinto, a causa de los ciudadanos llamados de otras ciudades para recoger euros. La codicia no tiene una faz amable. Y antes o después surge como un torbellino el conflicto que inunda como un maremoto. Los ciudadanos de la ciudad en la que llovían euros se dieron perfecta cuenta de que los ciudadanos venidos de otras ciudades eran mucho más rápidos en recoger euros. Y que ellos eran más abúlicos, quizá por torpeza, y de ahí comenzó la tremenda trifulca que rápidamente adquirió tintes de una gran tragedia irremediable y sangrienta.

Y a la que Big Bad Wolf mandó terminar, mandando a los esbirros con sus espadas y sus hachas dispuestas para cortar por lo sano la temible revuelta ciudadana cruenta que se había desatado con tanta virulencia. Y que ya se había cobrado cientos de víctimas a manos de unos y de otros. ‘Los hombres son cainitas salvajes’, arremetieron los esbirros con sus espadas y sus hachas de guerra. ‘Y rápidamente a todos vosotros os vamos a descuartizar’, decían los esbirros. Big Bad Wolf, observaba entronado y callado. Y mandó el cese del revoloteo de los trovadores a su alrededor y el silencio de los consejeros y los cantos de los alquimistas y cortesanos. Big Bad Wolf se estaba cabreando. Big Bad Wolf resoplaba.

A la caída de la noche, el esbirro Alfa le dio a Big Bad Wolf el parte de bajas. Hemos aniquilado más de siete mil millones de hombres. No creo que haya quedado ningún hombre vivo sobre la faz de la tierra. La humanidad ha sido aniquilada. Qué mandas más Señor. Nada, le dijo Big Bad Wolf a su Jefe Alfa de los esbirros. Ha sido un buen trabajo. Se lo merecían. Aunque ahora habrá que sopesar que animal hago que prospere y desarrolle una inteligencia suficiente para suplir al hombre. ¿Quizá los primates? ¿Quizá los delfines? ¿O tal vez las hormigas? Big Bad Wolf, se hacía esta pregunta a sí mismo.

Señor que bien te expresas, comenzó a decirle a Big Bad Wolf, el Jefe Alfa de los esbirros. ¿Y no sopesas Señor, que tal vez sería mucho más interesante que fueran las plantas las que alcanzaran inteligencia? Las plantas son más beneficiosas que los hombres y están plantadas en el suelo. No tienen la movilidad del hombre. Y sus envidias y sus codicias son mucho más limitadas. No tienen la capacidad de poder matarse tan rápidamente entre ellas. Y cuando mueren, se pueden convertir en carbón y petróleo. Y son más bellas que el hombre con sus ramas, hojas y frutos. Y dan sombra, algo que hay que tener en cuenta en estos tiempos en los que los veranos se alargan. Y sobre todo, no hablan.

Pues no estaría nada mal, esto de darle a las plantas inteligencia. Y si algún día se vuelven díscolas, malsanas, pecaminosas, asesinas y alejadas de mi sabio gobernar, a mí me gustaría ser un árbol o una mata de alcaparra o una planta de pepino, con las espadas y las hachas de guerra y con teas encendidas con fuego les metéis atroz y feroz fuego. Y que ardan como una pira en mi honor. Jefe Alfa, eres mi mejor obra. Y te voy a nombrar El Guardián de los Árboles, Arbustos y Plantas. Y tu título y rango será de Emperador de la Clorofila, dijo Big Bad Wolf. Sabes Jefe Alfa, me voy a ir a desvirgar a quince mil doncellas vírgenes. Iré con mi primo Wild Beast, es pésimo desvirgando, pero cada día está más cerca de convertirse en un buen atacador de virgos. Y cuando vuelva de desvirgar, le meto mano a eso de los árboles, arbustos y plantas. Pero a los líquenes y a los hongos, los dejó como están. Y las algas que sigan en el mar. Que no salgan a la tierra. Y porque con el hombre, los que salieron del mar, hemos tenido bastantes líos épicos. Y que ya se han acabado. Hasta luego, Jefe Alfa. Hasta luego, Señor. Y buenas vírgenes y mejor verga”.

El ciudadano perruno Igor González, dormido como un querubín celestial, viaja en el autobús público que lo devuelve a su casa. Ha recibido tantos relatos variopintos y tanto vino, jamón y queso, que su sueño es como el de un lagarto verdino y azulón al sol de la primavera, y cuando está ya espera al verano para traspasarle el testigo de los rigores de un calor veraniego y canicular. El perruno debe de estar soñando con bellas damas. Y ya que una sonrisa aflora en su cara de angelote patudo que duerme con baches y frenazos de una carretera que solo es reparada cada cuatro años porque llega el tiempo electoral.

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