jueves 16 mayo
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González VIII) (6-4-2015)

El ciudadano perruno Igor González (VIII)

 

Hoy es un día circunferencial en la vida del ciudadano perruno Igor González, y porque la redondez de esta jornada lo encamina a seguir recordando lo que su padre le volvió a relatar en una mañana en la que el perruno y su progenitor estuvieron de excursión por los parajes maravillosos de Sierra Nevada. El padre del perruno lo llevó a la localidad de Capileira en la Alpujarra para tomar contacto con el jamón serrano inigualable, con el vino mosto que se produce en este bellísimo pueblo alpujarreño y después también con los parajes naturales y montañosos que están enclavados en su término municipal, y aunque esta localidad no sea la más alta de esta comarca alpujarreña que es parte viva del Sistema Penibético; o sea: Sierra Nevada. El perruno ciudadano y su padre cogieron la senda del Cascajal Negro para acercarse, sin subir a su cumbre porque el día no era lo propicio y acertado, al Mulahacén, el pico más alto de la península española. Y que se veía que estaba cubierto por negras nubes que anunciaban una ventisca de aire y nieve en su parte superior. Aunque sí llegaron andando hasta la altura máxima y prudencial que estaba exenta de los aires voraces y de las nieves aulladoras. Una gran caminata que hizo que en el descanso para reponer fuerzas, a base de jamón y vino del terreno, el padre del perruno volviese a relatarle otra parte de sus vivencias. Esas de cuando era un párvulo que ya apuntaba para ser un mozalbete muy espigado de casi dos metros de estatura y hasta cuando ya fue un adulto personaje. Y allí al abrigo, aparcados dignamente en lo angosto de dos grandes peñones, del viento que huracanado soplaba con una fuerza bestial y extraordinaria, el padre del ciudadano perruno Igor González, entre bocados de jamón con pan de hogaza y tragos largos de vino mosto campesino, comenzó su relato de los tiempos ya pasados…

 

“En aquella tarde de café, la cafetería era un oasis con aire acondicionado. En el panel informativo municipal, la temperatura a la sombra marcaba 36º C. Yo sorbía lentamente el café, y a los gorriones urbanos los observaba bebiendo agua en la fuente de la plaza. Estaban cabizbajos, acalorados, sudorosos, sin bañador y con las plumas remojadas. El café estaba delicioso. Cierto. Y yo ya llevaba varios años viviendo divorciado de mi segunda esposa. Me había equivocado en el matrimonio. Y porque este estatus social es un negocio costoso de mantener, y sin que la cabeza no orbite en una órbita próxima a la nada solemne. Aunque todo se dé por bien sentado, y porque los hijos son la auténtica prioridad. Y posiblemente lo segundo sea la ex esposa y sus amantes inagotables. Una ruina calamitosa, máxime en lo económico, y que lleva a la soledad paternal por ley injusta.

 

La cafetería está repartida en dos espacios. La barra está formada por un coqueto y funcional ángulo recto que es más alargado por su frente; y la otra zona está ocupada por ocho mesas con sus correspondientes sillas metálicas con los asientos de plástico negro. Cómodas y modernistas las sillas, aunque tres mesas tienen unos bancos de madera que en su fondo se guardan bebidas y latas de conserva. La cafetería es un buen refugio para las tardes desatalentadas que huelen a retiro. Es un solaz amistoso en el que observar un partido de fútbol, o imaginarse el culo enemigo de una camarera felina que tiene los ojos del azul de las ciruelas croatas. La cafetería es variopinta y allí se es feliz por un rato largo, y aunque los lugareños den voces estrafalarias al hablar como  energúmenos primates que caminan a dos patas sin regomello alguno ni silencio.

 

El café de aquella tarde sabía a aire africano, el que soplaba en las calles y plazas. Aquí lo llaman marea, pero en realidad es un ventarrón áspero que levanta polvo y todos los papeles que los incivilizados niños y ciudadanos tiran al asfalto y acerados. Existen papeleras, pero deben de ser invisibles. Mi hermana Carmen, en esta tarde ventolera, me había llamado al teléfono móvil para que la visitara en su casa de campo. A la casa grande y remozada por mi padre Francisco, y en la que vivimos largos años. Me dijo que llevara a mi hija Claudia, y yo acepté la invitación porque mi hermana todavía no conocía físicamente a mi hija menor de catorce años. Podríamos pasar un buen día en la piscina, y después comer los platos que mi hermana Carmen cocina como una experta cocinera. Ensalada de tomate, lechuga, aguacate y atún de primer plato. Y unas pechugas de pollo con salsa de curry de segundo. Y de postre, unos rollitos de crema pastelera.

 

Un par de sorbos al café, y otros dos al vaso de agua muy fresca. Un tipo está jugando a la máquina tragaperras. Y debe de ser un experto porque al poco rato, un instante corto, la buena máquina se ha vuelto loca y ha empezado a soltar monedas como una posesa que derrama euros a modo de cascada continuada hasta que una voz metálica desde el fondo de la misma dice: “Se acabó”. El tipo ni se inmutó. Y con sus manos trasladó las monedas a la barra para contarlas y que se las cambiasen por billetes más asequibles y más fáciles de manejar adentro de sus bolsillos. La mesa en la que casi todas las tardes ocupo para tomar café, está situada al fondo del espacio reservado a las mesas. Tiene dos sillas y un banco de madera, y desde ella, por el ventanal, se divisa la plaza y el pilar. También se observan la iglesia parroquial y el ayuntamiento, que quedan al fondo de la plaza, y que son dos edificios muy singulares. Sobre todo la iglesia parroquial porque posee un notable campanario mudéjar. El edifico municipal, es un pastiche modernista que tiene las banderas de Andalucía, de España y de la Comunidad Europea como lo más singular de él. Los alcaldes de esta localidad del Valle, azul y acuosa en demasía, también suelen ser singulares. La plaza es atalaya y palabras que son murmuraciones oscuras, aunque su reforma la dejó como las plazas provincianas que son anodinas con una fuente, varios bancos, una estatua, el pilar, varios árboles y las farolas correspondientes. La plaza es oblicua y roma de entrecejo.

 

Las maderas priman en la decoración de la cafetería, aunque lo mejor de ella es el café y su dueño. Mi amigo el dueño, rubio con un corte de pelo a lo varilla de cohete, lleva regentando este local desde hace más de trece años. Es cafetería perfecta de café y música atronadora, de dardos electrónicos, de tapas de jamón serrano y un territorio al que visitan las señoritas jóvenes con minifaldas en las cuatro estaciones del año. Y allí también hay tres pequeñas máquinas con juguetería para niños a precio aceptable. Y un cartel muy visible que avisa que allí no se puede fumar. Ahora en verano, en la acera, se monta una batería de mesas con sus sombrillas, y en esta terraza se sientan las gentes guapas y feas que quieren que los demás las vean feas, pero sentadas con un refresco o una cerveza. Son gentes feas pretenciosas, y las guapas horteras con bebedizos largos.

 

El perro que está debajo de un banco de piedra en la plaza, se parece a su dueño. O quizá sea que el amo se parece al perro. Me gusta más el perro, tiene cara de ser mejor persona. El rufián que lo lleva con una cadena, simplemente es un bellaco con una panza de hipopótamo que tapa con una camiseta deportiva. Las hojas de las copas de los plátanos orientales de la plaza, tan modosos, parecen banderas verdes tibetanas. El viento las mueve como si fueran epilépticas. Son árboles gruesos de tronco y morada de estorninos nocturnos que cagan también como bellacos. En esta tarde, la música es más asequible. Se escucha a un cantante con su voz tan gastada como la de un capitán de los antiguos Tercios de Flandes que llama a degüello contra los luteranos, aunque el cantor es un poeta tremendo que desdobla poemas acompañado de unos músicos y de su leve pluma con un enorme sabor al alcohol que beben los vates y los ángeles custodios sin espada de fuego. Arcángeles negros como el tizón endrino de noches sin reloj alguno y sin cama en donde refugiarse después de que el día amanece con un ligero tono azulado.

 

En las vacaciones anuales del verano que aplasta los cuerpos con temperaturas feroces, los poetas pésimos le escriben poemas de amor desesperado a la mujer que jamás los miró con ojos de gacela receptiva. Son ripiosos de la metáfora agridulce que pare versos que dan jaqueca al poeta, y porque nadie los lee excepto él mismo. En esta tarde tardía, muy amarilla por la estridencia feroz de las conversaciones de los parroquianos, hablan y gesticulan como loros en un congreso político, las gentes circulan pausadas por la fofa plaza como alocadas. El viento bochornoso ahora disloca, entra en las seseras de forma tan misteriosa que a las criaturas andantes las vuelve lunáticas mientras caminan por la plaza en la que confluyen todas las vivencias diarias porque es el centro de la localidad. Y el café mejora la simpatía por las cosas de este mundo tan real como un cigarrillo, y también aumenta la bondad para con el aburrimiento que deja al alma en disposición de ser comprensivo con el trajín del tráfico rodado que igualmente confluye en la plaza porque todas las calles preguntan por ella. El sol ya ha empezado a dar un respiro, se marcha por el ocaso de todas las tardes, y tan puntualmente que el astro parece suizo.

 

Y ahora varias chicas llegan a la cafetería para alegrar a la luz diurna que empieza a desaparecer con las prisas de los relojes de veinticuatro horas. Una de ellas lleva una falda escasa; otra tiene un lunar en la mejilla que desaparece según se la mire de un lado u del otro; y la tercera ríe como cuando se es totalmente feliz en un paradisíaco paraje bellísimo e inexplicable y no se lleva ropa alguna que cubra su cuerpo esbelto. En esta tarde he aprendido que mañana también tendrá otra tarde, soleada o lluviosa, y que lo esencial será que vuelva a tomar otro café, y porque sigo vivo en esa otra tarde del día siguiente. Y en otras muchas tardes de bastantes años alargados por los meses y los días. Aunque no se sabe, vivir no es una eternidad de cafés que ralentiza amable las penalidades y las venturas de una vida. Me mira la chica que antes reía, y yo le sonrío.

 

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