martes 21 mayo
Opinión  |   |

El síndrome del adosado

Vaya por delante, ni todas las personas que viven en un adosado sufren del síndrome al que hemos denominado con el nombre de este tipo de viviendas, ni todas las personas que lo sufren tienen porqué vivir en un adosado. Es más, no acabamos de tener claro que los síntomas vinculados a dicho síndrome están necesariamente relacionados con el lugar donde se viva. No obstante, los adosados suelen dibujar un hábitat que proporciona proximidad a todo y todos al tiempo que te ofrece un cierto aislamiento de todos y de todo. Ofrecen, además, un paisaje de gran homogeneidad, sin diferencias estridentes, pero, a un tiempo, garantizan a sus propietarios una aparente individualidad. Los adosados, en definitiva, propician la vida en comunidad, pero sin comunicación y que ese vecino con el que se comparte pared apenas exista.

En este entorno, algunas personas se comienzan a mimetizar con su casa y es entonces cuando aparece lo que nosotros hemos llamado el síndrome del adosado. Las personas que lo sufren suelen considerarse políticamente progresistas. Muestran, o han mostrado, ser sensibles a las amenazas del cambio climático; asumen, o han asumido, que la violencia de género es un problema estructural de nuestra sociedad; defienden, o han defendido, la sanidad pública, aun cuando no pierden oportunidad de señalar lo mal que funciona; entienden, o han entendido, la ventaja de mantener una educación pública, aunque no necesariamente para sus hijos. Por eso, en caso de ser encuestados, no dudarían en situarse ideológicamente en el centro izquierda.

Suelen ser personas a las que, ciertamente, nadie les ha regalado nada, pero a las que el síndrome del adosado les hace olvidar que disfrutar de un Estado Social y Democrático de Derecho tiene mucho que ver con que ellos hayan alcanzado la condición de propietarios de aquella vivienda. Y la adquisición del adosado les confirma que ellos, incuestionablemente, forman parte de la clase media, que es la clase menos molesta para los que, aquejados por el síndrome del adosado, comienzan a considerar obsoleto el concepto de clase social.

Y es que, a los atacados por el síndrome, la uniformidad del barrio de adosados se les antoja como el estado natural de las cosas. Por eso, todo aquello que rompa su engañosa armonía les resulta molesto y empezarán a valorar sobre todas las cosas su estabilidad, que confundirán con la estabilidad universal. A veces, esa necesidad de estabilidad sin estridencias se manifiesta en una profunda aversión a todo gobierno que no tenga una mayoría sólida desde la que lidiar con la pluralidad, aunque en público argumentarán que las mayorías absolutas no son buenas para la democracia.

Tanta estabilidad, tanta armonía, tanta homogeneidad, tanta seguridad provocan, en los estadios más avanzados del síndrome, que los moradores de los adosados asuman que aquel Estado Social que empiezan a olvidar alcanza solo a los estrictos límites de su casa o, en el mejor de los casos, dos calles más allá. Por eso, en caso de ser encuestados, responderán que su situación económica es buena o muy buena, mientras que la situación económica del país la considerarán mala o muy mala. Tal es el grado de identificación del sujeto adosado con su vivienda que comenzarán a explicase y explicar la política económica general a través de comparaciones con la economía doméstica y le producirá una profunda desazón la inutilidad de los políticos, incapaces de gestionar la cosa pública con la misma diligencia que ellos demuestran en la administración de su patrimonio. Eso sí, aunque a estas alturas, la persona adosada comenzará a encontrar intolerables e incomprensibles el incremento del gasto público, el endeudamiento del Estado o el déficit presupuestario, no caerá en la cuenta de que sus propias cuentas, por lo general, arrojan como resultado un endeudamiento casi de por vida a través de la hipoteca que le proporcionó las llaves de su adosado.

En este momento, el síndrome avanzará hasta tal punto que los afectados se vuelven especialmente sensibles a eso que llaman neoliberalismo. ¿Quién les puede negar que la libertad consiste en ir de cervezas cuando y donde uno quiera? ¿Cómo resistirse a la idea de que los que no tienen un adosado es porque no se han esforzado lo suficiente? Y por supuesto, eso de bajar los impuestos tampoco es tan descabellado. Además, esos señores de la derecha les parecen gente seria, tan estables, uniformes, aislados y despersonalizados como sus propios adosados.

Aunque el propio síndrome, posiblemente los llevó hace tiempo a dejar de votar, de repente, un partido de derechas se muestra como una opción electoral plausible - no obstante, votar a Vox les parecerá aun una ordinariez-. Nada habrá de incongruente en ello, en definitiva, viviendo adosado es fácil ser un apolítico de izquierdas. Quizás si el síndrome del adosado no afectara también a la memoria, recordarían como esa derecha que ahora se plantean votar abandonó a su suerte a todos aquellos que perdieron sus adosados durante la crisis financiera acusándolos, además, de haber vivido por encima de sus posibilidades. El voto es, efectivamente, libre pero menos cuando se ejerce bajo los efectos del síndrome del adosado.

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Columnista
Baldomero Oliver

Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada

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