viernes 26 abril
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González VII) (30-3-2015)

El ciudadano perruno Igor González (VII)

 

El ciudadano perruno Igor González, está frente a su ordenador. Ese tirano tan amable y espirituoso que le hace escribir todos los días para poder sobrevivir él y para poner en orden vivencial a sus hijos tan amados. El perruno se acuerda de su hija Helena que marca el cariño del padre ciudadano con sus actividades arquitectónicas y por ser la mayor; su hijo Alejandro que es el motor de las auténticas ilusiones del perruno porque es su único hijo varón; su hija tan amada y admirada Luna que colma, con sus trabajos y estudios, las apetencias de su progenitor para llegar a ser una mujer cualificada e interesante por su escala de valores y por sus conocimientos; y su hija menor Claudia, criatura que todavía vive en el jardín idílico de su juventud casi de niña que no ha llegado a ser todavía adulta, pero que ha empezado a apuntar realidades para poder ser una buena periodista televisiva con  belleza importante, sagacidad femenina e inteligencia suficiente para triunfar en un medio de comunicación tan caliente y vivo como es la televisión. Y también rememora el ciudadano perruno, frente al ordenador,   lo que le contó su padre años atrás y antes de que éste muriese…

 

“Los hombres llevaban boinas raídas. Y sus camisas estaban mugrientas. Las abarcas de esparto estaban rotas. Y se sujetaban los pantalones con unas tomizas. Eran dos hombres con unas barbas negras de varias semanas que pidieron comida. Mi abuelo Antonio habló con ellos, y mi hermana Carmen y yo dejamos de jugar en la dura tierra de aquel verano en el Molino del Contador. Mi abuelo Antonio llamó a la Tata María, y le dijo que trajera cuatro hogazas de pan y una espaldilla grande de tocino de cerdo. Los hombres se miraron satisfechos. Y uno de ellos le dio las gracias a mi abuelo. La Tata María, poco después trajo un saco de pleita con las hogazas y la espaldilla de tocino de cerdo adentro de él. Y el hombre que le dio las gracias a mi abuelo Antonio, lo cogió. El otro hombre, algo más alto y fuerte de musculatura nunca abrió la boca, pero siempre tuvo la mano derecha metida en el bolsillo de su pantalón. Mi abuelo Antonio, también estuvo siempre mirando a ese bolsillo y a la mano que parecía que tenía algo asido dentro.

 

En ese día mi padre Francisco estaba trabajando en el cuartel, era militar. Y mi abuelo Antonio pasaba sus vacaciones con nosotros. Y también era militar ya retirado. Mi padre y mi abuelo habían ganado una guerra civil, y muchos años después yo supe que los dos hombres que aquel verano pidieron comida eran dos maquis que la habían perdido. Nunca mi abuelo Antonio habló de aquello, pero mi padre que mandaba las fuerzas militares acabó con esos maquis que luchaban por una república vencida, y a la que amaban con respeto democrático. Por ella murieron. Mi abuela Ángela, más austriaca que española, sólo dijo cuando los hombres se marcharon, “que de buena nos habíamos librado”. A mi abuela Ángela, le gustaban las galletas Artiach y el chocolate Elgorriaga. También decía mi abuela Ángela, que las putas y las damas francesas adoraban a los perritos pequeños porque les hacían con sus pequeñas lenguas marranadas sexuales en sus sexos afeitados. Mi abuela Ángela, tenía los ojos de un azul que asustaba de nítido. Y medía mucha más altura que mi abuelo Antonio. A mi abuela le encantaba París. Sin embargo, a mi madre María del Carmen, mi abuela le daba calentura. Y le salían vejigas en la boca cuando nos visitaba.

 

En ese verano de los hombres sin afeitar que pidieron comida, a mi madre le salió un infierno en el paladar. Mi madre nunca fue a la escuela, era una dama de las clases sociales que no iban a la escuela porque un preceptor les daba las clases en sus casas paternales. En el caso de mi madre, en la mansión de mi otro abuelo Juan. A mi madre María del Carmen, jamás le gustó leer. Fue toda su vida una analfabeta que casi todos los días iba al cine con mi padre y mis tíos. A mí, mi madre me llamaba Paquito. Yo la amé hasta que murió. Ella en cambio, siempre pensó que yo estaba completamente loco. En aquel día, mi hermana Carmen y yo jugábamos en la tierra a vernos el sexo. Mi hermana me dijo, -que lo mío era feo- También jugábamos a las bolas, y mi hermana Carmen era una maestra colando las bolas en el hoyo. También jugaba a la lima con maestría, aunque una vez le ensartó el pie a un amigo mío. Le atravesó el pie, y nos iban a moler a palos. Mi padre se llamaba Francisco, dicho está, y medía casi dos metros. Era miope, y le gustaba tocar el violín. Tenía una pistola enorme. Y también una bicicleta azul”.

 

Una vez terminados sus recuerdos y plasmados en el ordenador, los que había empezado  a contarle su padre años atrás y antes de que muriese, el perruno ciudadano dio un suspiro y sopesó que era el tiempo exacto de darse un largo paseo por el campo, era ya el mediodía con un sol espléndido, y después volver a su apartamento de alquiler con las ganas de comerse una olla repleta de judías blancas aderezadas con chorizo, morcilla y tocino entreverado. Ahora ya el perruno ciudadano está caminando despacio por entre los limoneros y naranjos del bellísimo valle en el que habita. El aire huele a azahar y ya se plasma ese calor primaveral que todavía no aturde ni calienta en demasía, aunque hace que se abandonen los ropajes de abrigo absoluto. El perruno comienza a sentir en su rostro ese airecillo que caracteriza al valle, y que hace cantar a los árboles. Nadie es totalmente feliz en su vida, pero el ciudadano perruno Igor González está caminando casi con la felicidad en su cuerpo y en sus pasos. Se acuerda de su padre. Y lamenta que no se llevó con él todo lo bien que ahora lucha para que su hijos sí se lleven perfectamente con él.

 

Cuando el perruno ciudadano Igor González ha llegado a una edad larga, esa en la que se suma más seso por madurez, conocimientos y experiencias, todas las cosas de la vida las observa con ojos que no son nada reaccionarios. Al revés, ahora el perruno cada día es más visionario y progresista. Y sus ilusiones se centran en intentar aportar sus granos de arena personales para que la sociedad cada día sea más democrática, justa y libre. El perruno cree, que todavía el hombre puede reaccionar y centrarse en buscar la felicidad siendo su aspiración la de ser solo una persona humana y no un crisol de maldades que solo busca la bonanza a través del dinero, ese ganado con regulares artes o con malas prácticas, y del poder que éste proporciona en todos aquellos que no son absolutamente limpios de sesera y corazón. Hoy el perruno ha comenzado a escribir sobre algunas de las vivencias de la vida de su padre, y que él se las fue relatando poco tiempo antes de que la muerte se lo llevara. Ahora el perruno ciudadano se resigna y recuerda a su padre con mucho más cariño del que le tuvo en vida. La muerte une los corazones y las mentes de aquellos bien nacidos que siguen viviendo y que reconocen los errores que cometieron, y que son producto de la inmadurez y de la falta de experiencias en su vida.

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