lunes 20 mayo
Opinión  |   |

Luna creciente (8 de Abril de 2014)

Ha muerto una persona amada, y no me he podido despedir de ella en vida porque así el destino lo ha sentenciado. El destino manda y hay que acatar lo que ordena. El que muere descansa definitivamente, y los que nos quedamos añoramos a la persona querida. Era tan guapa y tan inteligente, que jamás dio una nota discordante en su larga y fructífera vida rodeada de todos los que la amaban, desde luego, sus hijos, nietos y biznietos iban a la cabeza de este querer tan merecido. Yo he ido en el vagón de cola de este amor, aunque mi cariño por ella era inmenso, y porque ella también me quiso a mí.  Siempre fue juiciosa y responsable. Y me gustaría escribir tanto de esta mujer tan maravillosa, que no me salen las letras porque cuando se escribe, a pesar de mi costumbre diaria, de alguien al que se quiere tanto, los dedos ante el ordenador se vuelven toscos y pesados porque la pena también se vuelve inmensa y terrible. No me salen una sola metáfora. No. Tampoco me viene a la cabeza esa loa que es un ensalzamiento de una persona irrepetible. No. Y no tengo nada más que escribir. Y en su misa de difunto, los ateos sabemos ir a misa respetuosos y más callados que el propio difunto cuando a la persona fallecida se ama, el buen cura de la Edad Media nos contó cosas increíbles que se las relata a todos los que por allí pasan, pero esto no me ha quitado la enorme pena de no volver a ver jamás a Rita. Y las palabras de mi hija Helena, antes de que fuese incinerada, si que han sido poéticas y amorosas. Fueron las palabras expresadas por una nieta que amaba infinitamente a su abuela.

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