martes 21 mayo
Opinión  |   |

Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González XVIII) (11-5-2015)

El ciudadano perruno Igor González (XVIII)

 

Igor González, el ciudadano perruno, está hasta el mismo escroto con la tanta cultura de su ciudad natal, Granada. Y porque el perruno no es nada culto ni intelectual. Es un tipo modesto que siempre tiene los oídos abiertos para tener la suerte de aprender cosas que otros explican como libros abiertos. El perruno está hasta los mismos cojones de tantos intelectuales que vagan por la vida como ovejas o como lobos. O como las dos cosas a la misma vez. Hay intelectuales que unas veces son ovejas que reciben alimento en los pesebres de los apriscos, y que otras veces son lobos que devoran a base de pasar la mano por el lomo a los poderosos que son mandamás. O de poner el culo para recibir altos designios de reconocimiento. Esos que llevan inherentes los dineros que suelen ser inconfesables. Aunque el ciudadano perruno, estas inmoralidades y estas faltas de honor personal se las pasa por el arco del triunfo, por la misma polla y los mismos cojones. Los que siempre tiene en su lugar para no perder su dignidad human y personal.

 

Hoy el perruno ciudadano va camino de la casa de su señor padre con la humildad de siempre y con la complacencia de que su progenitor le cuente parte de su vida. Y para que más tarde, el perruno lo relate para conocimiento de sus leales lectores, y que los tiene. Su padre lo recibe como siempre con una botella de buen tinto abierta y con un plato generoso de jamón de la Alpujarra y queso de cabra de los montes de Padul. El padre del perruno es un ciudadano que bebe alcohol en demasía, pero en su tiempo no le enseñaron que el vino hay que beberlo con cautela porque es una droga durísima. Aunque al padre del perruno, con el vino, se le abre la lengua y relata como si el mismo Dios fuera el que expone los relatos…

 

“El enorme árbol rompía la monotonía del árido paisaje. Majestuoso con su tronco ciclópeo, extendía las ramas como una gran sombrilla verde. La tierra a su alrededor estaba seca. Algunos matorrales ralos sin flores se desperdigaban como conejos huidizos. Aunque debajo del árbol majestuoso había alguna hierba alta que gozaba de muy buena salud clorofílica y de un verdor extraordinario. Al fondo de la tierra resecada, los azulones montes se divisaban mudos y delicadamente grises. Había allí un silencio reservado, una quietud muda que grita angustiada porque está solitaria y tan sigilosa.

 

El hombre miraba extasiado la solemnidad del árbol gigante. Se estremecía absorto observando ese lento movimiento acompasado de las ramas del árbol, y que lo producía las rachas de un viento muy áspero y sencillo que no deseaba en absoluto demostrar su extraordinaria fuerza eólica. Y el hombre le sonrió al monumento arbóreo, y porque notó la majestad arborescente como un cálido abrazo que el árbol le daba por haber llegado hasta él y haberse sentado debajo de su sombra tan relente y muy acaudalada. El hombre era muy delgado, enjuto en su altura corporal y silencioso de palabras. Y ya estaba de vuelta de todas las banalidades estruendosas que el mundo depara. Y tenía el cabello ralo.

 

El hombre había llegado hasta allí disimulado y caminante. Sin conocer que el árbol estaba nacido desde más de cien años atrás en este paraje. Y porque esa tarde el hombre necesitaba andar solitario por los rincones perdidos de unos campos inauditos, y que de ellos tenía cierto conocimientos por las gentes que moraban apegadas a este valle estático con tierras resecas. También existían algunas feraces huertas regadas por las manos sacrificadas y duras de los campesinos, y que las cultivaban amorosos con un desvelo ofrecido. Y otras parcelas enormes de limoneros y naranjos estaban plantados de forma  geométrica y formando verdaderos edenes con su verdor inusitado y sus olores de azahar, y que se observaban cuadriculadas y rectangulares desde las alturas. El valle era estático, tan pasmado y silente, pero por él ya habían pasado muchos pueblos de guerreros que dejaron allí su impronta y sus huellas. Y cuando habían conquistado aquel territorio. El hombre encendió un cigarrillo, y fumó con ansia. La sombra del árbol desaparecía porque el sol marchaba al ocaso. Y él estaba casi feliz. Recordaba otros tiempos mejores, sentía una nostalgia infinita, pero vivía a diario.

 

Cuando el hombre marchaba de vuelta a su casa, colindante con los campos y las últimas casas muy blancas del pueblo, un sopor caliente inundaba el camino. Caminaba casi alborozado por una pista terrosa compactada por el discurrir de algunos automóviles que pasaban despacio sorteando a los enormes baches que las lluvias y nieves del invierno habían dejado. Sus pasos desgarbados eran los de un hombre que no tiene prisa. Llevaba la gorra azul de todos los días calada hasta las cejas. Y un bastón de madera robusta le hacía aún mucho más lento al caminar. Estaba ahora la tarde en el tiempo de la debida vuelta al hogar solitario, el reloj marcaba despreocupado la hora del atardecer. Y los campos inanimados tomaban los colores prestados del sol que se marcha por el oeste. Había olores a hierbas refrescadas. Y a una acequia verdina que se relamía con el caudal de su agua. Y otros árboles más pequeños se hacían notar. Nada ensombrecía al hombre. Aunque su tristeza se podía adivinar desde los montes lejanos aún mucho más grisáceos y alejados porque la oscuridad ya tomaba el lugar de las sombras que dan paso a la noche. El hombre caminaba. Y se planteaba volver al día siguiente. Su voluntad era férrea. Y escribía poemas cuando llegaba al hogar, versos desgarrados y tenues que al leerlos lloraba. Y también escribía relatos cortos y novelas. El hombre hace años tuvo una familia. Y sólo el amor a sus hijos lo hacía vivir sin suicidarse en una mañana recién levantada o en la noche pérdida y recién caída en el color nítido de las estrellas”.

 

El ciudadano perruno Igor González, después del desgarrado y corto relato de su padre, camina vencido por las lágrimas y la pena que le han producido las duras palabras que hoy le ha relatado su progenitor. El ciudadano perruno se pregunta, sospechando, si será el retrato oculto de su padre o de otra persona conocida por él. El misterio hace que el perruno camine llorando tiernas lágrimas casi infantiles. En esta tarde la ciudad está ya inmersa en la campaña electoral para elegir alcalde y equipo de gobierno que gobernará y administrará, y entre las diferentes formaciones políticas que se presentan en Granada. El perruno ciudadano no vota en la ciudad. Lo hace en la pequeña localidad en la que vive, en la que está empadronado. Y además, el perruno no vota porque no le merece la pena votar a delincuentes políticos que roban a manos llenas. El perruno ciudadano se define como un aristócrata marxista que es republicano. Argumenta díscolo, casi de un anarquismo romántico, que no volverá a votar hasta que no cambie el sistema electoral español. Hasta que no existan las lista abiertas en vez de las cerradas que fomentan el mal del bipartidismo corrupto.

 

Unos truenos no tan lejanos y ruidosos, sacan al ciudadano perruno Igor González de su abstracción mental que se ilusiona con una nueva y soñada republica española y con una regeneración política total en los partidos políticos. Se refugia en la entrada del portal de una vivienda, y ya que un aguacero feroz, incluyendo una terrible granizada, pretende casi ahogarlo. O por lo menos, ponerlo como una sopa. Y allí, sin romanticismo, conoce a una mujer joven que lo mira atentamente y le pregunta si es el periodista que hace entrevistas en la televisión pública y local. El perruno le dice que sí, aunque se marcha al instante porque no desea conocer damas jóvenes ni entablar conversaciones con ellas. El ciudadano perruno Igor González, como acémila que tropieza varias veces, ya tiene el cupo agotado de equivocaciones fatales con las mujeres. Él se define como un feliz divorciado. Como un solitario que de las damas solo recuerda el dolor y las humanas miserias de la convivencia común. El perruno solo aspira a ser feliz con sus cuatro hijos.

Ahora la ciudad huele a mojada. Y un aire espectacular trae hasta ella ese olor a tierra empapada campesina que lleva impregnado el olor de las hierbas salvajes. Ya es noche cerrada. La tormenta con sus nubes grisáceas y negras, ha dado paso a la oscuridad que se palia en la ciudad con las farolas encendidas y con los neones multicolores de los anuncios publicitarios de los comercios y empresas. El perruno camina solo y mojado.

Publicidad

Comentarios

©Queda totalmente prohibida la reproducción total o parcial del contenido de esta noticia sin autorización expresa de la dirección de ahoraGranada
Publicidad
DÍA A DÍA
Desarrollado por Neobrand
https://ahgr.es/?p=38996