martes 21 mayo
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González XX) (18-5-2015)

El ciudadano perruno Igor González (XX)

 

El padre del ciudadano perruno Igor González no es un gran narrador, así que el perruno le echa una mano, en la medida de lo que puede, para que los relatos sean más poéticos y más literarios. Y también al padre del perruno le gusta mezclar relatos de sus amigos, a los que no les pone nombre ni apellidos, así que aparecen aquí como si fuesen algunas vivencias que a él le ocurrieron en su vida, y que se las narra al perruno de forma muy sosegada, y con mucha cachaza y parsimonia. El perruno ciudadano aguanta el chapetón de palabras, su padre a veces es bastante pesado, y después le da forma a los relatos para que éstos sean más asequibles a la lectura. Su padre está encantado con él. Y el perruno también está encantado con su padre. Son una simbiosis literaria. Aunque el perruno no siempre se llevó bien con su padre. De más joven, Igor González discutía mucho con su progenitor. No podían hablar nunca de política. Su padre militar es muy reaccionario y muy conservador. Y el perruno es marxista y muy progresista. Ahora cuando su padre  es un anciano, son dos grandes amigos que están unidos por la causa de los relatos y por la afectividad de la sangre común. Ahora se da la circunstancia beneficiosa de que los dos se han dado cuenta de que han perdido mucho tiempo con su distanciamiento. Y se han juramentado, se han comprometido, para que esto no vuelva a pasar. Hoy el vino de excelencia, el queso manchego y el jamón de la Alpujarrra corren de forma generosa, siempre es así, y porque el padre del perruno es desprendido. Ahora las lenguas se han desatado muy poéticas. Al perruno le encantan los relatos de su padre. Son trozos de la intrahistoria que ha vivido su progenitor. Y que se parecen, tienen bastantes similitudes parecidas, a las vivencias de muchas gentes. No son unos grandes relatos de una vida increíble, pero sí son lo suficientemente atractivos para que su lectura sea amena para muchos lectores. Y hoy el padre del ciudadano perruno Igor González, comienza así…

 

“Había un canto general de pájaros en el huerto. Estaban comiéndose los ricos higos blancos. Los gorriones en las partes bajas de las ramas de las dos higueras. Y los estorninos en las copas altas. El huerto parecía un sonoro auditorio pajaril. Y ya los membrillos se parecían a los frutos de los rosáceos con pelusa y con gordura. Las uvas ennegrecían tintas. Las hierbas amarilleaban gualdas. El naranjo estaba como dormido sin roncar. El limonero presumía en esa edad de merecer. Y al despedirme de todo lo que allí vivía, me acordé sincero de que mi perro Simba que estaba enterrado debajo del naranjo sin ladrar ni corretear a mi alrededor. Miré por última vez. Allí había vivido seis años. La nostalgia me besó. Y sonreí lelo. Como idiotizado. Como cuando te despides de un amigo, hembra o varón. Marcharse de una casa cuesta emoción y palabras mudas que no se dicen hirientes. Tenía que mudarme de vivienda por obligación, y ya que mis caseros deseaban vender su propiedad inmobiliaria. Y yo no quería comprarla porque no creo en la propiedad privada. Así que me marché cantando bajito. Y sin un adiós. Y sin un solo reproche. Me fui sabiendo que añoraría aquella casa con un huerto que semejaba un pequeño continente, y en el que cultivé hortalizas variadas como un aprendiz de buen hortelano. Cultivar verduras da una satisfacción increíble, y porque se conoce muy bien el trabajo que cuesta poner en sazón a un tomate, una zanahoria, una lechuga, un puerro, un pepino, unas judías o unos ajos. Y quizá al marcharme, oí llorar a el melocotonero.

 

Las casas y los huertos campesinos pueden ser como son sus moradores. Pueden ser calladas y de un espacio recoleto. Aunque también pueden ser audibles y espaciadas. Y en ambas, puede sonar a diario Mozart. Y sin que Mozart atente contra los oídos, o en contra de esas habitaciones de techos altos con vigas vistas que están encaladas con una cal que ya amarillea porque sirvió para pintar en los años 30 del siglo XX. La casa en la que había vivido seis años, está ubicada en la calle Albayzín número 16. Esto lo dice una bella placa en su fachada. La casa sólo tiene dos ventanas y una puerta que no es portón ni portillo de entrada y salida a una morada solariega de alto abolengo, y porque es solamente la abertura discreta con dos hojas pintadas en un color ocre indeleble. Y con la cerradura diabólica mucho más perversa que un angelote querubín, ya que sólo se dejaba abrir cuando a ella le viene en gana. Chirría. Y ha sido una casa modesta porque el frío inquilino también es una criatura humana humilde que se dedica al laboreo de palabras escritas. Las casas, son refugios originarios. Son cuevas humildes de los años que no son abundantes en economía saneada. Son habitáculos en los que se pueden ser felices o desgraciados. Mis hijos allí no eran dichosos. Aunque yo sí fui feliz a ratos.

 

No obstante, la casa ha sido la referencia vivencial de unos días largos y solitarios. Meses y años de una paciencia callada. Y en la que todos los espacios íntimos se reducían a lo mínimo escueto y con las amabilidades de una vida siempre dedicada a los hijos amados y a la escritura sosegada que crea pequeñas obras literarias que a algunos les parecerán simples sabandijas escritas en el silencio casi perpetuo de crear lo que al libre albedrío le parece como más idóneo. Ha sido una casa para ensoñar sin cerrar los ojos, y en la que las horas diarias siempre han sido amigas. Y no ese enemigo que crea incertidumbres y depresiones personales. La casa siempre tuvo sol. Y en las noches claras de luna, se iluminaba inaudita como el candil de aceite resignado porque ese es su oficio selenita. Y también tenía voces de madera y de tejas holladas por gatos bastantes pardos y canallescos. Y goteras cuando llovía tan salvaje, eran aún más salvajes.

 

Ahora se ha abierto un techo nuevo que atiende por el nombre de apartamento con dos dormitorios y un salón sin llegar a ser una enorme pradera verde con los árboles del bosque al fondo. La cocina como el solaz hacendoso de pitanzas inverosímiles. Y un cuarto de aseo interior en el que ducharse y lavarse los dientes con esmero, y cuando el estómago aprieta y hay que soltar todo el lastre de los alimentos cocinados y digeridos al sonsonete de la estúpida televisión. Ese artefacto lerdo que más que informar y culturizar es un ruido de fondo para sentirse como acompañado por un tontaina que te habla y habla, pero al que tú no le contestas jamás. Mudarse con la mudanza a cuestas es tedioso. Y un ejercicio de reflexión ateo que nos lleva a la clarividencia cierta de hacerlo lo menos posible. Y porque duele la espalda. Se suda copiosamente. Aparecen los cachivaches más inapropiados. Los papeles y los libros son de plomo. Los cuadros siempre tienen más polvo de lo conveniente. Toman vida las sombras del ayer maldito que nos llevó a la soledad. El menaje de cocina está militarizado como el rancho cuartelero que es logística a mudar. Un frigorífico mediano puede pesar como todo el continente asiático. Y cuando crees que has terminado la mudanza, aparece otro trasto inservible”.

 

El ciudadano perruno Igor González, él se parte las ternillas y la riñonera de la risa que le da cuando así mismo se define como aristócrata, marxista y republicano. Y porque las gentes, esas que son tan obtusas como una redonda muela de piedra para hacer que el trigo se convierta en harina, se les ponen caras de sorpresa con los apelativos que para sí mismo se abroga el ciudadano perruno. En esta vida, hay que ser solo creyente de lo que cree el ciudadano perruno Igor González. Y que se concretiza en solo cuatro apartados a conocer: creer solo en el trabajo bien hecho como persona; creer solo en el trabajo bien hecho como padre; creer solo en el trabajo bien hecho como periodista; y creer solo en el trabajo bien hecho como escritor. Los dioses sobran. Las creencias religiosas sobran. Y los iluminados políticos y económicos sobran. Ya está bien, después de tantos siglos, de explotaciones religiosas, económicas, sociales, culturales y políticas. Todos somos iguales, aunque diferentes. Todos nacemos y morimos como seres humanos. No somos plantas ni arbustos. Ni sabandijas. Tampoco somos alimañas. ¿Se puede aspirar a ser algo más que persona? No. Una persona es a lo máximo que se puede aspirar en esta vida. Esa vida que nunca te dejan vivir los poderosos en paz, igualdad, solidaridad y cultura. El perruno ciudadano es especialista en despreciar a los poderosos y a los trepas que solo viven para intentar ser poderosos. Un poderoso, es un puto cacique inmundo.

 

Está cayendo el sol por occidente, y ahora es una redondez anaranjada que ilumina con sus rayos del ocaso los ojos del ciudadano perruno Igor González. El perruno ciudadano está sentado en un sillón de mimbre en la terraza del apartamento de alquiler en el que vive, y se está tomando un refresco de cola sin ginebra ni vodka. Es totalmente abstemio el perruno. Y sus ojos chamarileros de simio viejo u orangután, se fijan en las piernas de perfección sublime de una mujer joven que camina con prisa hacia la plaza grande del pueblo inane y pequeño en el que él mora. El culo cartaginés, tan maravilloso como una pera limonera, tan redondeado y moviéndose perfecto, de la mujer joven que camina a la plaza mayor, también es divisable por los ojos atentos y oscuros de mandril astuto del ciudadano perruno Igor González. En el atardecer, el perruno se pone al sol como esos lagartos que escudriñan la belleza de los cuerpos femeninos que huelen a vida joven y a labios que pueden besar en un torbellino de abrazos infinitos. Al perruno siempre le han gustado las mujeres. Y no lo esconde. Él no practica el acecho y la celada a las mujeres por parte de las serpientes varones, esos machos alfa que solo son depredadores para el número de coleccionar después las lágrimas de las féminas. El ciudadano perruno va por derecho y con honor. A las mujeres las respeta. No las engañaron con otras conquistas. No es acumulador de amores, y aunque las damas estén en estado de carencia amatoria. Un airecillo triste y gris, con sabor a sopa de fideos con pollo, hace que el perruno salga de su posición de ojeador halconero de hembras hermosas que caminan en las tardes de las primaveras que juegan a amar desenfrenadamente. El perruno tiene hambre y sueño.

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