martes 21 mayo
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Relatos cortos sin recortar (4 de Abril de 2014)

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A ciencia cierta, aquel hombre no conocía ni tan siquiera cuál era el año en el que vivía. No sabía si el día era diurno con el sol salido. No sopesaba si la noche ya campaba por sus respetos nocturnos cuando el sol se había marchado por el ocaso. El hombre aquel, era un enfermo drogadicto. Era un adicto al chocolate con leche de una conocida marca suiza que llevaba fabricando tabletas y bombones de chocolate rellenos de licores, y desde finales del siglo XIX. También consumía sin cesar otra gran marca de chocolate belga, y de igual reconocimiento excelso por parte de los drogadictos al chocolate con leche o sin leche. Aunque el chocolate negro con sabor a cacao intenso, este tipo zafio y marginal con unas ideas rarísimas no era tan adicto a él. Iba por el mundanal ido. Como un duende chocolatero. Pero no le hacia ningunos ascos al chocolate negro cuando le faltaba el que está confeccionado con cacao y leche. Aquel hombre irreal, todos los días tenía que consumir varias tabletas de chocolate con leche o una caja de bombones selectos y refinados. Estaba dislocado. Relinchaba équido. Era un orate empedernido. Tenía manías persecutorias. Veía fantasmas en la realidad. Era sencillamente gilipollas.

 

Y murió joven de un ataque al corazón. En la jornada de su muerte, por la mañana al levantarse, se había atiborrado de chocolate. Había consumido una caja entera de bombones rellenos de licores variados y dos tabletas de chocolate blanco también rellenas de cremas variadas. Era soltero. De escasa inteligencia. Imbécil total. De corta estatura. Mermado físicamente. Dientes raídos y negros por el chocolate. Su andadura terráquea, solo fue un simulacro de vivir con dignidad humana. El chocolate lo perdió. Él vivió desde los nueve años enganchado a la adicción al chocolate con leche y a los bombones extrafinos. Su único amigo que lo apreciaba sin tenerlo que hacer porque este enfermo creía que estaba en posesión de la absoluta verdad, soportó que él intentara engañarlo siempre con sus delirios psíquicos y su bipolaridad mental, y lo lloró por su terrible muerte prematura. Nadie más lo lloró. Ni tan siquiera el loro caribeño con el que  hablaba porque nadie platicaba con él por sus locuras variadas. Fue enterrado en un nicho con vistas al suelo del cementerio y cerrada su sepultura con una lápida que contenía un epitafio que rezaba: “Aquí yace un idiota que murió porque ni para tener una adicción mortal, la del chocolate con leche, tuvo los suficientes cojones en vida”.

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