viernes 26 abril
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Relatos cortos sin recortar (El ciudadano perruno Igor González XI) (17-4-2015)

El ciudadano perruno Igor González (XI)

 

El ciudadano perruno Igor González está al calor del mediodía. Está sentado en la terraza del apartamento de alquiler en el mora, una pequeña terraza que está mirando al oeste por el que se pone el sol todos los días con sus colores reglamentarios. Y está allí viviendo como un monje que escribe, pero que de vez en cuando ama a las mujeres que osan visitarlo en este pequeño reducto de silencio y paz republicana. El perruno es can de pocas mujeres. Aunque las mujeres sí persiguen al ciudadano porque emana un tufo a amante viejo que es caballeroso con todas las damas que se pasa por la piedra que no es filosofal. Igor González es un amante que no es nada indiscreto. Y que sabe guardar los secretos de su tálamo. Ahora el ciudadano perruno Igor González, al calor de un sol tórrido y rubro y denso, ha comenzado a rememorar lo que a primeras horas del día, cuando fue a visitarlo tan mañanero, le contó su padre con una taza bien cargada de café, y que la tuvo agarrada hasta consumirla por completo con sus manos enormes. Esas manos que fueron las luchadoras indómitas de un viejo gladiador que no perdió nunca un combate…

 

“Los ojos los tenía posados en la divagación paisajística. No los tenía anclados en ningún sitio. En nada concreto. En nada especial. A los árboles no los veía. Eran una masa arbórea inconcreta. Los montes que estaban en la lejanía, eran otra masa terrosa sin concretizar. Mis ojos estaban opacos, distraídos. Y salí del encantamiento total, cuando un pájaro de plumaje colorido comenzó a lanzar unos bellos trinos. Estaba en la rama última de un almendro. En la más alta. Y yo sentado en una piedra plana tan cómoda y asequible como la terraza de la entrada del agujero de un lagarto que está tomando el sol. Cuando se está absorto, es cuando se es más feliz. Estar en la inopia es agradable.

 

El pájaro colorista de plumaje parecía el final del almendro. Esbelto sobre la rama de la última hoja. Y su canto era la sinfonía de un pájaro macho que marca musical la territorialidad de su territorio. Lo miré encantado. Sereno. Sonreí. Y verdaderamente me pareció un bello pájaro del arco iris. Sus colores distinguidos eran fascinantes. Lo verde subido eran plumas. Lo rojo tan rojo como la sangre eran plumas. Lo marrón escaseaba disimulado en las plumas. Y lo azul era como un insignificante mar azul que formaba el pecho emplumado del pájaro con irisados tonos del tornasol. Y unas pintas blancas diseñaban lo que parecía camuflaje en las plumas. El pájaro, no era de papel. Esto resaltaba a la vista. Yo lo miraba con arrobamiento. Y él cantaba más alto como si me considerara enemigo.

 

Y me levanté de la piedra plana para observar todo lo que estaba a mi alrededor. El pájaro de dulce canto y plumas inverosímiles por bellas y coloristas, el que estaba guardando su hábitat celoso, me había sacado de mi abstracción total. Miré la plana piedra que había sido sillón posadera al aire tan libre, y la consideré ordinaria y soez ante la visión de los montes coronados por unas nubes viajeras que estaban al final de mi visión específica con unos tonos del blanco más impoluto que es lluvioso. Tierras verdosas recostadas debajo de las alturas de los montes también estaban a mi vista. Campos serenos. Tierra fértil. Y me sentí muy feliz. La arboleda era inmensa. Árboles de ramas acristaladas en el verde clorofila que es vida. Visión total enamorada. Tierras pardas. Yo estaba vivo, y solitario.

 

Aquel día mi hermana Carmen se había levantado llorosa. Lloraba por todo. Y le decía a  la tata María, a voces, que no iba abrir la boca. Que no iba a comer de nada. La tata María, mujer con la bondad innata más extraordinaria que yo entonces había conocido y ahora mismo conozco, le dijo que muy bien. Que no comiera de nada. Que se quedara sin desayunar y pequeña para que todos los niños y niñas le pegaran y le quitaran sus muñecas y su bicicleta de color azul cobalto. Era noviembre. Llevábamos asistiendo al colegio desde principios del mes de octubre, y las monjas seguían tan severas y tan cabronas como todos los años. A mi hermana Carmen, no le gustaban las monjas. Ella decía que olían a zorrunas. Esa era la llorona de aquel día, no quería ir al colegio de las monjas pestosas. La tata María, bondadosa como siempre, lo sabía muy bien. Y le dijo a mi hermana Carmen, que ir al colegio era lo mejor que podía hacer. Que aprender a leer y a escribir era muy importante. Mi tata María sólo sabía escribir su nombre para firmar, y lo aprendió después de que nosotros hiciéramos la Primera Comunión y las monjas de hábitos sudados nos enseñaran a rezar y a conocer los números quebrados aritméticos. Mi hermana Carmen siempre amó mucho a la tata María, y vivía en Francia cuando ella murió. Se había casado con un buen músico de jazz, y su residencia la tenía en el París que tanto le gustaba a mi abuela Ángela.

 

Mi hermana Carmen tenía una amiga que se llamaba Angelita. Era muy morena de piel, y yo le daba besos en el jardín del Carmen del Gallo. En un lugar escondido entre el boj muy crecido del jardín. Y allí encubiertos, nos tocábamos Ángelita y yo. Nos dábamos unos besos profundos en la cara, también en la boca, y cuando yo le tocaba a Angelita en su pequeño sexo, a ella le daban subidas de calor a la cara. Se ponía roja como un tomate, y me decía que algún día nos casaríamos y tendríamos muchos niños. Todos los que Dios quisiera. Yo le decía que no hablara de Dios en estas cosas, y porque las monjas nunca nos hablaban de hijos ni de matrimonios. Aunque las monjas decían que ellas estaban casadas con Dios. A mí me gustaba mucho tocarle a Angelita su sexo, era de una carne muy suave. Y yo pensaba que cómo se lo tocaría Dios a las monjas por ser su marido. Yo me consideraba el marido de Angelita. Y ella nunca ponía reparos en que yo le tocara su sexo, un pequeño sexo al que le olían casi siempre sus labios externos a orines resecos y reconcentrados. Angelita también tenía el pelo muy negro, y después de mayor se casó con un arquitecto. No tuvo ningún hijo. Dios debió de castigarla por lo que hacíamos casi todos los días entre el boj del jardín del Carmen del Gallo, e incluidos los días que llovía a raudales. Nunca más he vuelto a ver a Angelita. Se reía mucho”.

 

El sol ardiente y pertinaz del mediodía meridional ya ha cansado al ciudadano perruno Igor González. Han sido demasiados rayos de sol para una sola jornada. Y, además, la buena hambre acucia el estómago del perruno. Unas judías blancas le esperan como si fuesen modosas monjas con el hábito albo que fueron cocinadas con almejas, gambas y calamares. El perruno se relame. Y casi babea de gusto. Cocinar con amor, es un deber primordial para Igor González.

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